jueves, 16 de mayo de 2019

jueves IV del tiempo pascual

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan
                                                                     Jn. 13, 16-20

Antes de la fiesta de Pascua, Jesús lavó los pies a sus discípulos, y les dijo: “Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican. No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: ‘El que comparte mi pan se volvió contra mí’. Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que yo Soy. Les aseguro que el que reciba al que yo envíe me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió”.
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En la humillación más inefable a los ojos del mundo, Jesús lava los pies de los Apóstoles, como un servidor. El que es Origen y Término de todas las cosas, el Omnipotente, lava los pies de doce mortales, los mismos que considera amigos, mas no a todos. En esa última cena que compartía con los suyos Jesús señala a quien lo iba a traicionar, Judas, hijo de Simón Iscariote. El Señor dice "Les aseguro que el servidor no es más grande que su Señor, ni el enviado más grande que el que lo envía", y así enseña el modo de humildad que deben practicar, al mismo tiempo que habla de sí mismo como el enviado del Padre. Esta humildad, aunque sirve para instruir a los hombres, no tiene suelo fértil sino es en la virtud teológica de la caridad; amar es lo que manda el Señor, y por amor lava sus pies y los exhorta con su autoridad (el servidor no es más grande que su Señor) a que practiquen el amor por el otro enseñándoles, como bien lo captó Juan, que Dios es Amor. La humildad es una virtud que pertenece a la templanza, por la cual se moderan las pasiones según Santo Tomás de Aquino (S. Th. q. 161 art.4), y el mismo teólogo, en consonancia con muchos otros maestros de la fe, indica que es necesario someterse a todos por humildad con el equilibrio de la prudencia: "todo hombre, en lo que es suyo, debe someterse a cualquiera que sea su prójimo en cuanto a lo que hay de Dios en este" (S. Th q.161 art. 3), es evidente que no podemos someternos a quienes no tienen nada de Dios en sí, porque esto va contra la dignidad de hijos de Dios; la obediencia, a juzgar por este análisis del Angélico Doctor, es posterior a la humildad que a su vez debe ser informada por la inteligencia humana y la gracia divina con lo que llamamos el don de ciencia. Así, debemos discernir qué de nosotros debe someterse a lo que hay de Dios en aquel a quien nos sometemos, y es mucho más excelente someterse a los ancianos en fe que a los recién iniciados aunque estos tengan por el derecho una autoridad legal. No obstante, sabemos que Dios se vale de los más pequeños, a veces, para obrar sus milagros.
Recibir a quien Jesús envía es recibirlo a Él mismo. Jesús envió a sus discípulos, y el discípulo puede obrar maravillas porque El Señor llevó la humanidad que había rescatado al seno del Padre (Jn. 14, 12). Recibir a Jesús supone la humildad de espíritu, sabiéndonos pecadores y necesitados del Médico de las almas que viene en las manos de sus hermanos, ya sea en la Eucaristía de un modo excelente o bien en la dirección espiritual, en un simple diálogo, o en concisas palabras que a veces bastan para ayudar al prójimo (Dios obra en el otro aún con simples gestos). Recibir la Palabra es umbral a su presencia; muchos se han convertido por medio de su Voz viva en las Escrituras, como lo hizo San Agustín, Padre de la Iglesia, que habiendo sido un estoico pecador, se transformó en un gran santo al recibir la advertencia angelical "tolle et lege" junto a la luz de su madre y de San Ambrosio de Milán. El ejemplo es digno de mención para que se entienda que no importa cuán distante esté el hombre de su Creador, Dios lo atrae por medio de múltiples instrumentos y hiere el corazón no para matarlo, sino para amonestar a los que ama exhalando en sus almas el bálsamo de la humildad. El señor no llama una sola vez a la puerta, sino que insiste hasta el fin.
Así como el servidor no es más grande que su Señor, nuestros esfuerzos no son más grandes que el Fuerte de Israel. Por más que los caminos nos llenen de fracasos la sandalia, hasta las llagas debemos llevar el Evangelio a los demás, con esperanza viva y activa, porque a Dios no le es imposible nada en absoluto, y no somos de Él, más que servidores para los que aún no lo conocen o lo conocen solo un poco. Cristo mismo nos enseña con sus obras que la "debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres" (1 Cor. 1, 25), ya que en su "debilidad" instruye al hombre que confía inútilmente en sus fuerzas dándole el poder de ser hijo suyo. Debil nació Cristo y es Salvador de la humanidad; débil se mostró hasta la muerte de cruz, pero Él mismo venció a la muerte y retomó su vida por su sola Voluntad, obrando con su fuerza verdadera la Redención que nos hizo libres.
Nuestros esfuerzos deben centrarce en el Evangelio, como dijo el Papa San Pablo VI en su  Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi "fidelidad a un mensaje del que somos servidores" (EN. 4), ya que es el Evangelio la fuerza de la Palabra hecha carne para la salvación de los hombres que, atesorada en el espíritu del creyente transforma su vida y germina a la Vida en otros que ven y escuchan las maravillas que hace Dios en los que le siguen. El esfuerzo humano debe estar presente también, como lo dice San Pablo, cuando enseña que la fe sin obras está muerta...; "cada uno los consigue [el Reino y la salvación] mediante un total cambio interior, que el Evangelio designa con el nombre de metanoia, una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón" (EN. 10 ).
"El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies" (Jn. 13. 10). Es mensaje de exhortación a los bautizados, que en el baño de regeneración renunciaron al diablo y pasaron a ser hijos de Dios, hacer lo mismo que hizo Jesús con nosotros a todos los que encontremos en  nuestro camino de la vida. Lavar los pies es como decir prepararlos para seguir una senda espléndida y santa, que es camino de Evangelio. Servimos al Señor bautizando a los hombres y preparándolos para el camino de la santidad, santidad que no se logra entre perfumes y delicias, sino entre el verde prado y la piedra seca que se oculta y nos derriba una y mil veces sin terminar con nosotros ya que el Señor nos sostiene.