miércoles, 30 de junio de 2021

miércoles XIII del tiempo ordinrio

 +Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo

                                                                       Mt. 8, 28-34


Cuando Jesús llegó a la otra orilla del lago, a la región de los gadarenos, fueron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros. Eran tan feroces, que nadie podía pasar por ese camino. Y comenzaron a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentamos antes de tiempo?» A cierta distancia había una gran piara de cerdos paciendo. Los demonios suplicaron a Jesús: «Si vas a expulsarnos, envíanos a esa piara». El les dijo: «Vayan». Ellos salieron y entraron en los cerdos: éstos se precipitaron al mar desde lo alto del acantilado, y se ahogaron. 

Los cuidadores huyeron y fueron a la ciudad para llevar la noticia de todo lo que había sucedido con los endemoniados. Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verlo, le rogaron que se fuera de su territorio.

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Muchas veces mi terquedad ha resultado en mi propia ruina, quizá por no animarme a recibir la ayuda de Dios que envía a sus ángeles. En medio del caos, del apego al pecado, a una supuesta soberanía de mí mismo, he tenido tendida la mano valiente de mis amigos y seres queridos. No siempre estuve dispuesto a aceptar la ayuda fraternal del otro y este es, creo, una buena hipótesis sobre lo que aconteció en Gadara hace dos milenios.

Jesucristo continuaba recorriendo Galilea y llegó a Gadara navegando el lago (mar de Tiberíades). Allí exorcisó a a dos hombres que estaban en un cementerio, a quienes los demonios atrmentaban de tal forma que no se podía andar por ese lugar sin sufrir el ataque de los endemoniados. Pero Jesús, luego de escucharlos los expulsó a una piara de cerdos que se ahogaron en las aguas tras caer de un acantilado. Los demonios habían reconocido al Hijo de Dios y le dijeron «¿Has venido aquí para atormentamos antes de tiempo?», de modo que esos seres inmundos sabían, de alguna manera, que aún no era tiempo del juicio final y que podían seguir su actividad en el mundo.

El poder de Dios liberó a aquellos hombres de su esclavitud hacia el mal; sin embargo la ciudad rogó a Jesús que se retire... ¿Qué es lo que les pasa que rechazan a quien tiene el poder y la voluntad de liberarlos de todo mal? En la comodidad del apego al pecado, a una vida miserablemente sonriente, a una enredada madeja de injusto y dañino privilegio no cabe ni la presencia del Señor. La respuesta de Cristo: subió a la barca, cruzó el lago de Galilea y volvió a su ciudad. No permitió a los demonios continuar con lo suyo, pero quiso respetar el deprecio de las personas de Gadara. Es entonces que podemos deducir que la omnipotencia divina cede el lugar al amor divino que busca del hombre una respuesta libre frente a su llamado. Dios no nos obliga, si lo rechazamos se retira, pero no tan lejos de nosotros, y tiene el poder de librarnos si nuestra fe lo llama.

El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los libra..., ¿tendremos la valentía de escuchar su voz y seguirlo?. Ell mundo está cómodo en su sueño del mal, ciego, porque el diablo no tiene amigos; tarde o temprano el mal se vuelve contra los que se deleitan de sus «favores».

Cuando recuerdo mi terquedad pasada enumero demonios y gadarenos. Solitarios se ven los primeros, porque Dios los rechaza; los segundos, también solitarios, decidieron su propia soledad. En la soledad interior no ilumina la gracia, somos miseria de Gadara, ajenos al Salvador. En la soledad exterior, si es querida, nos centramos en la gracia divina que alimenta el espíritu y nos lleva a Dios; si es sufrida el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Así tenemos como tres desiertos trinitarios, donde el primero es el desierto de los hombres de buena voluntad que sufren, es el desierto de Ismael, en el que el Padre providente llama a sus súbditos a ser hijos, liberándolos e la muerte con el bautismo. Aún recuerdo mi liberación en la Basilica catedral de Mar del plata, cuando el actual arzobispo de Paraná me bautizó y me confirmó. Es este el primer desierto en que el ángel del Señor acampa. El segundo es el de la lucha cristiana, en la que Cristo nos es la fuerza y la victoria anticipada frente a los peligros. En este segundo desierto la terquedad no mata en el espíritu la voz del Señor que siempre llama; es el desierto de Pedro, que es sacado de la cárcel y que seguirá a Jesús por amarlo tres veces tras sus tres negaciones pasadas. En el tercer desierto la soledad exterior es iluminada por el Espíritu Santo; este es el desierto de los santos, es decir, de los que confirmaron su fe sacramentalmente y luchan espiritualmente contra las malas inclinaciones. En los desiertos trinitarios nunca es posible la soledad absoluta: siembre hallaremos a Agar, a la Iglesia y a la Trinidad para vencer el mal que nos aqueja.

En el desconcierto por el gran mal que estamos sufriendo, esta pandemia que tanto nos duele, Jesús nos invita a brirle las puertas de nuestras vidas y caminar con Él. El que puede darnos la vida eterna llama hoy a nuestra puerta, a nuestra propia vida, a nuestro hogar y patria y a nuestro tiempo, porque Él es capás de expulsar los emonios para que tengamos Vida en abundancia.

Que ese Evangelio sirva a muchos para la conversión y la paz.

martes, 29 de junio de 2021

Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

 +Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo

                                                                       Mt. 16, 13-19


Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?». Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas». «Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?». Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y Yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo».

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El Señor es fiel a su palabras, bondadoso en todas sus acciones y nos prometió que esta Iglesia, cuya piedra fundamental es el primado de Pedro y sus sucesores, no morirá. Pedro es signo de unión y autoridad, como lo son los papas, muchas veces atacados por los incrédulos y las bautizados errantes. En tiempos de Francisco constatamos, una vez más, esta fiel voluntad de Cristo, sostener con su omnipotencia a su Iglesia católica a pesar de la amenaza de los que desparraman...

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular, porque en este Apóstol ha querido Jesucristo dirigir la construcción del tiempo en el mundo, como clave del arco que sostiene los muros de su Templo y permite que las ventalas reciban siempre su Luz. Tiempo que se viste de Templo, Iglesia en aparejos de santos, salmeres y dovelas de mártires..., El Señor ha reforzado los cerrojos de nuestro templo espiritual para que no nos falte la fe; nos custodia la espada de la conversión que irradia Evangelio mientras se levanta hacia la gloria la Ciudad del gran Rey con sus almenas consagradas.

Celebremos esta Solemnidad de Pedro y Pablo con la enorme alegría de sabernos en el Corazón de Cristo, que da Vida en abundancia con tan valientes ejemplos de hijos suyos y nos invita a seguirlo.

Oremos por la conversión de nuestros perseguidores y por el Sumo Pontífice, quien es la evidencia irrefutable de la Voluntad de Dios para los cristianos y para el mundo, que se dispersa aunque reconoce esa piedra en su camino de obstinación.

Bendito seas Señor por estos santos mártires que hiciste pilares de tu Iglesia, bendito seas por tantos Papas que noa iluminaron y aún nos iluminan con tu luz apacentándonos siempre. Bendito seas Dios por tantos conquistadores de almas cuya mejor espada es contra la muerte el tallo siempre verde que florece de Evangelio y fue plantado en todo el orbe.

lunes, 28 de junio de 2021

San Ireneo de Lyon, Obispo y mártir

 +Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan

                                                              Jn. 17, 1b. 20-26


A la Hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. 

Que todos sean uno: como Tú, Padre, estás en mí y Yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -Yo en ellos y Tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que Tú me has enviado, y que los has amado a ellos como me amaste a mí. Padre, quiero que los que Tú me diste estén conmigo donde Yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. 

Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero Yo te conocí, y ellos reconocieron que Tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos, y Yo también esté en ellos.

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El santo que hoy memoramos nosotros, los hijos de Dios, fue un cristiano nativo de Asia Menor (hoy Turquía) ordenado Obispo el año 177. En su tiempo se ocupó de refutar la herejía gnóstica con tenacidad intelectual y celo pastoral. Además de su conocida obra «Adversus haereses» (de título original «Desenmascaramiento y derrocamiento de la pretendida pero falsa gnosis»), escribió sobre la verdadera doctrina de la Iglesia en «Prueba de la predicación Apostólica» y se sabe que, sin conflictuar sus deberes episcopales, misionó dentro de sus posibilidades aunque no nos llegaron datos desarrollados de esta actividad.

«Ireneo», «Εἰρηναῖος» en griego, significa «pacificador», y esta fue su característica, traer la paz predicando la unidad de la Iglesia. En tiempos en que los cristianos sufrían la persecución de Marco Aurelio, amenazando la existencia física, humana, de la Iglesia, y en una época tan aturdida de errores (las herejías como sistemas pragmáticos e intelectuales) que distorsionaban no solo la identidad de los cristianos, sino también la verdad revelada y hasta al mismo Dios; la unidad era un deber por voluntad divina, como podemos observar en el Evangelio que la liturgia propone hoy facultativamente para celebrar la memoria de este gran santo.

«No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí», dice el Evangelio, y qué oportuno es aplicar estas palabras del Señor a Ireneo, que enseñó la fe a nuestros antepasados para cimentar en roca la Iglesia de Cristo, la cual sabemos una, santa, católica y apostólica.

«Como Tú, Padre, estás en mí y Yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros», en unidad, así quiere Jesucristo a la Iglesia Santa porque es hija del Santo de los santos.

Ireneo era niño cuando Policarpo de Esmirna, otro santo Obispo, daba homilías en la iglesia de dicha ciudad. Este otro santo, Policarpo, fue discípulo de Juan, el Apóstol, por lo que lo llamamos, junto a otros, «padre apostólico» y a Ireneo (junto con otros) «padre de la Iglesia». La apostolicidad de las enseñanzas de Ireneo, Obispo en la Galia, aunque hijo de Esmirna, es garantía de nuestra identidad como cristianos. Su fe es la fe de los Apóstoles, es decir, la misma que enseñó el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, Jesucristo, Hijo del Padre. Es de notar, en linea con lo que escribo, la catolicidad muy visible en el hecho de que tan distante como de Esmirna a Lugdunum (Lyon) es la diferencia entre las propuestas heréticas (siempre asimiladas por gente que se distancia voluntaria y decididamente de la única familia del Señor, la Iglesia Católica) y la fe verdadera que se extiende por todo el mundo bajo el omnipotente amor de la Trinidad que así lo quiere. En efecto, destaquemos toda la perícopa que leemos hoy, la cual es oración del propio Cristo pidiendo al padre la unión íntegra del cuerpo, que es la Iglesia, con la cabeza, que es Él mismo, y que, por su naturaleza divina, no puede escindirse de la Trinidad.

Hoy nos proponemos que la unidad de la Iglesia se arraigue efectiva y activamente en nosotros. Conociendo a los padres de la Iglesia, como San Ireneo, conociendo más las Sagradas Escrituras, escuchando la voz de los presbíteros, diáconos, obispos y religiosos, pero sobre todo, comulgando al Señor, que es la Unidad, podremos seguir construyendo la paz en nuestras vidas, comunidad, y en nuestro tiempo, que tiene, como es sabido, sus guerras de todo tipo y particularmente la invisible guerra de la definición ontológica y vivencial de «humanidad». No olvidemos que es voluntad de Dios el respeto a la integridad de cada persona, y esto supone respetar su vida y sus creencias, con lo cual la unidad amplia es precisamente lo que nos une como especie; la unidad cristiana nos identifica como Iglesia y la verdad es el derecho de ser cristianos sabiéndonos humanos. Ni aprobamos lo que Dios no enseña ni enseñamos lo que Dios no aprueba, por ello estamos en el mundo como garantes de la paz universal.

Que San Ireneo nos ilumine en nuestra época para continuar irradiando sin desesperanzas polifacéticas el Evangelio y, en definitiva, al mismo Dios.

domingo, 27 de junio de 2021

domingo XIII del tiempo ordinario

 +Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Marcos

                                                                          Mc. 5, 21-43


Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva».

Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré curada».

Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal.

Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?». Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?». Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.

Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad».

Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?». Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas».Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba.

Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme».Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba.

La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate». En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.

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San Pablo VI dijo un día en Filipinas «Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia el amor nos apremia». Fueron las palabras pronunciadas por el entonces Papa dos días después de recibir dos cortes por parte de un delincuente disfrazado de sacerdote. Es ejemplo del amor con que nos ama Jesús, el amor apremiante que lo lleva a resucitar a la hija de Jairo y a buscar entre la multitud a la mujer aquejada de hemorragias.

El amor nos apremia hoy exhortándonos a ser imitadores de Cristo, no en forma de caricatura, sino como verdaderos hijos de Dios. Entre nosotros la enfermedad, el confinamiento y la muerte nos vale un profundo compromiso que interpela el corazón y el razonamiento. En el corazón «No temas, basta que creas»; en el razonamiento, la particularidad de cada persona necesitada de Dios y con sus propias tinieblas e inclinación a la fe.

Tenemos la meta de ser luz del mundo, de extirpar lo que no viene de Dios entre nosotros, de hacer presente a Cristo en este tiempo apremiante en cada región del mundo. Debemos volver la mirada a Dios, a los Apóstoles, a los mártires y sentir, con el espíritu y la conciencia, ese amor que apremia a dar vida incluso donando la propia vida, en vez de matar al otro con apatía o condenándolo con el peor de los ejemplos. Debemos llevar la salud del alma a cada persona, y no cargar una piedra al cuello como vergüenza ante Dios.

Son muchos los que se postrarán en nuestros templos pidiendo la vida o tocarán el manto del Señor sin que nos demos cuenta. Pero con nuestra fe inquebrantable y el servicio, que son nuestra alegría, estaremos evangelizando a pesar de cualquier dificultad. No olvidemos que es la Vida como la entendemos en Iglesia y no la vida del mundo la que debemos comunicar; que no se trata de desvestir la temporal vida, sino revestirla de Cristo, dotándola de la esperanza en la felicidad cierta que tenemos confirmada. Hablemos al mundo en su lengua un mensaje eterno para que recibiendo el signo vayan tras su significado. No es cristiano pretender el Reino sobre el mundo si nos calzamos alas de ángel en vez de descalzarnos para andar el camino: el amor nos apremia, somos de Cristo y, con Él, humanos aunque no dioses, podemos consolar a los que aún vagan en las sombras con tal de que seamos de verdad luz.

viernes, 25 de junio de 2021

viernes XII del tiempo ordinario

 + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo

                                              Mt. 8, 1-4


Cuando Jesús bajó de la montaña, lo siguió una gran multitud. Entonces un leproso fue a postrarse ante Él y le dijo: «Señor, si quieres, puedes purificarme». Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». Y al instante quedó purificado de su lepra. Jesús le dijo: «No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio».

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La enfermedad aqueja al hombre de muy diversas formas y en cualquier intervalo posible de su vida. Muchas enfermedades pueden estudiarse y medirse para encontrar una cura, un tratamiento o una manera de atenuar sus efectos negativos sobre las personas. No todas las enfermedades son consideradas graves objetivamente pero sin duda tienen muy distinta mirada y significación entre quienes las padecen. Cuando la enfermedad es discapacitante, en el amplio sentido de la palabra, los valores de la humanidad auténtica suplen los huecos del conocimiento finito. El hombre recurre a su interior y busca, de manera consciente o no, en el exterior, el abrazo y cobijo del amor que tiene rostro de padres, hermanos, amigos, etc. A veces la enfermedad evita en parte o totalmente el raciocinio; otras es un mundo diferente, donde no existen los colores ni los sonidos ni la voz propia muchas veces... En las formas más agresivas, la enfermedad nos hace preguntarnos ¿Cuál es el sentido de la vida? La respuesta solo puede ser Dios y el criterio parte siempre de la fe.

No puedo hablar un idioma que no conozco, ni pretender que se entiendan estas cosas que son nuevas para muchos que las leen o escuchan de mi voz. Voy a limitarme a hablarle a quienes entienden esta «lengua» de la fe, pero jamás dejaré de ingeniar formas para que los nuevos puedan, un día, leer esta fe en sus propios corazones.

En el texto del Evangelio de Mateo que hoy nos propone la liturgia hay un acontecimiento. Es un hecho corriente en aquel tiempo puntual, según dicen las Escrituras, pero no seguramente para aquel hombre con lepra que se acercó a Cristo con toda su fe. En efecto, una multitud seguía al Maestro que bajaba de la ladera de una montaña en Galilea frente al mar Tiberíades. Allí, momentos antes, Jesús pronunció su muy conocido discurso «el sermón de la montaña» también llamado «discurso de las bienaventuranzas». En ese discurso que dio a la multitud Jesús llama bienaventurados a quienes sufren, a quienes ayudan y a aquellos que viven el Evangelio. Dijo, entre otras cosas, «felices los afligidos, porque serán consolados», también «felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» y «felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios». Los enfermos están afligidos; no son «leprosos», sufren de lepra (que es muy distinto), porque son mucho más que personas afectadas por una enfermedad, son humanos. Son únicos, amados por Dios y los suyos; tienen un espíritu y una vida que expresa muchísimo más que sólo el dolor visible, respetable y, en cierta forma, compartido por sentido humano.

Si Jesús «tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades» los cristianos no podemos menos que seguir su ejemplo y acompañar a los que están afligidos por la enfermedad o el sufrimiento. Quienes practican la misericordia hacen presente a Dios en este mundo lleno de enfermedad, penas y vacío. La misericordia humana proviene de uno de los dos manantiales posibles: la inocencia santa o la experiencia del combate interior. La primera es propia de los santos de Dios y no excluye a la segunda; esta otra, más frecuente, es más propia de la mayoría de los cristianos que damos testimonio de fe firmado con la propia vida puesta a la luz del Camino. Esta es la misericordia que quiere Dios: vivir el Cielo en este mundo, haciendo presente al Altísimo, con valentía y lealtad cristianas; no el espejismo de un cielo ritualístico, farisaico. Que el ritual sea, entonces, coronación del ofrecimiento de nuestras vidas, no un simple acto cotidiano de falsa alabanza. Esta es la misericordia que brota del eterno Sagrado Corazón y nosotros recibimos, no para guardarlo mezquinamente sino para llevarlo a aquellos que lo necesitan, a quienes buscan ese abrazo y cobijo del amor, a esos valores de la humanidad elevados a la talla divina de las virtudes cristianas (teologales, cardinales, de don) Un corazón puro es ese que emana benignidad, ya que la simple bondad no es suficiente para vivir según Dios. ¿Puede un pecador ser benigno? ¿no somos, acaso, todos pecadores salvo la Santísima Virgen Madre?; la benignidad se fragua en la experiencia y es siempre posible mientras esa llama interior, que es Dios habitando en sus hijos por la gracia, no se apague o debilite irremediablemente por nuestra libre voluntad.

Jesús bajó de la montaña y se encontró con este hombre que sufría de lepra; el hombre tenía fe y postrado ante el Salvador le dijo «Señor, si quieres puedes purificarme». Ya en otros lugares dentro del Evangelio Cristo señalará que la fe salva y cura. Lo miró y lo quiso; ese hombre no era uno más en la multitud, era él, un hombre creado y querido por Dios, como todos nosotros y cada uno de nosotros somos amados y queridos, nombrados y llamados, cuidados y guiados por Él. Extendió su mano tocándolo. «Lo quiero, queda purificado». El hombre se sanó. De solo imaginar ese instante, de solo ponerme en las sandalias del hombre con lepra se estremece mi espíritu pensando en la voz de Dios y en sus palabras, en la salud recobrada y en el amor de su mirada..., y pensar que comulgamos al Señor cuando nos acercamos a la Eucaristía... pero volvamos de las digresiones, que estamos en Galilea ahora, contemplando este milagro de vida. Jesús lo sanó y le advirtió «no se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio». Lo envió a los sacerdotes para que, constatando el milagro de sanación, pueda tomar parte en el culto de la sinagoga (los «impuros» no podían acercarse a la gente, mucho menos podían asistir a los actos litúrgicos). Dios le dio a este hombre 3 libertades: la de aceptarlo o no, la de la cura de la lepra y la de poder volver a la sinagoga a rendir culto. La omnipotencia es (por voluntad, no por naturaleza divina) inferior al amor del Creador, por eso decía el Apóstol Juan «Dios es amor»... Jesús no obligó a guardar silencio a quienes sanó; muchos de ellos sí contaron lo sucedido a otras personas.

La enfermedad puede ser física, mental o espiritual. La lepra hoy tiene cura; otras afecciones físicas no la tienen. Muchas enfermedades son raras por su baja frecuencia en la población mundial y dentro de ellas las hay genéticas, neurológicas, inmunológicas, combinadas, etc. En la actualidad existen muchos hombres y mujeres con enfermedades aún más complejas que la lepra, y a ello se suma la covid-19, cuyo origen es incierto aunque sospechado. En Argentina se celebró hace pocos días el primer congreso de enfermedades poco frecuentes. Al mismo tiempo, muchas personas mueren por infección de SARS-CoV-2 y faltan segundas dosis, dosis para cubrir la vacunación de toda la población, conciencia moral de los gobernantes argentinos, etc. Muchas enfermedades mentales no tienen cura. Hay legisladores que defienden la vida humana y uno de ellos padece ELA. Las paradojas pueden proyectar el caos en nuestro horizonte si no sabemos ver más allá de él... Las enfermedades espirituales, esa ciénaga de vicios y pecados, tienen el mejor pronóstico aunque su gravedad pueda invalidar cualquier gota de alivio aunque se experimente la cura de otra clase de enfermedad. Es que, si existe voluntad y constancia, «aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve». La clavede la vida, su sentido, trasciende la dolencia y el sufrimiento. Es el amor desasido, confiado y sereno, sabio y maestro que sabe de la lucha y se dona combatiendo la desesperanza. Porque en el amor se alcanza la fe y en la fe se descubre la más sólida esperanza.

En el espíritu del hombre con lepra había amor, fe y esperanza, virtudes que lo movieron a postrarse delante de Jesús y a llamarlo «Señor», rogándole con el alma y la carne, en profunda humildad, a ese Dios que es Amor.

En nuestro espíritu se escriben las batallas de esta vida, tengamos o no una enfermedad. Pero las indefectibles heridas del alma son esa debilidad que se torna fuerza en El Señor, que nos enseña a combatir venciendo, primero nuestro letargo y tristeza y luego nuestros temores y desesperanza. Él, que escudriña los corazones, nos toma de la mano y nos sumerge en nuestras propias profundidades para encontrar su luz y sabiduría. Así podemos seguir el camino con pie firme, así, sabiendo que nuestra fuerza es el Señor y que ni las penas, ni los vicios ni el pecado pueden matarnos si depositamos confianza y voluntad constantes en la Cruz del Salvador. Y la Vida es conocer a Dios y alimentarse de Cristo.

Recordemos, cristianos, lo que nos dice el Verbo: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos». Aprendamos. Todos necesitamos a Dios, pero no basta con decir «¡Señor, Señor!», la conversión nos requiere como hijos por entero; debemos andar de continuo como Él anduvo, siendo verdaderos discípulos. Entonces, cuando los hijos tomen su lugar en el Reino, que está acá presente, la enfermedad será sanada u ofrecida a Dios con el ser transformado por la fe de los que predican en contrición y llagas el Evangelio del Señor.


Dedicado a mis padres, hermanos y a mi tío Salvador «Tito» fallecido por covid-19