lunes, 4 de marzo de 2019

San Casimiro

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan
                                                                       Jn. 15, 9-17

Durante la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.
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Este día celebramos la memoria de San Casimiro, un santo príncipe polaco del siglo XV que murió 7 meses antes de cumplir 26 años de edad. Se sabe que fue un piadoso cristiano desde su temprana infancia, hijo y nieto de reyes católicos, y que desde joven decidió vivir una vida humilde y santa. Casimiro se destacó por llevar una vida perfectamente casta, por su justicia y su religiosidad. Era muy devoto de la Santísima Virgen y a diario le cantaba el himno omni die dic Mariæ. También dedicó su tiempo a los asuntos de gobierno del reino, primero acompañando a su padre, el rey Casimiro IV, y luego representándolo cuando fue necesario. Como gobernador se destacó por su preocupación sobre la seguridad de los ciudadanos, por el sistema judicial y por las relaciones diplomáticas externas. Se sabe que solía rezar frente al pórtico de las iglesias sin importar la hora que fuera ni las inclemencias climáticas. Era alegre, muy caritativo y muy defensor de la fe verdadera (la fe de la Santa Iglesia Católica); su piedad era tal que solía hacer ayuno y mortificaciones, prácticas que le desfavorecieron en la emfermedad que contrajo posteriormente, tuberculosis. A pesar de caer enfermo decidió continuar ayudando en los asuntos del reino, y fallece antes de llegar a Lituania, en Grodno, a los 25 años acompañado de su papá. Los milagros comenzaron a florecer por aquella región y continuaron hasta que en los albores del siglo XVII San Casimiro fue agregado a la lista de los santos.
Es posible vivir lo que Cristo enseña a los santos de manera profusa y especial en la medida de nuestras posibilidades con ayuda de santos como Casimiro. Con su ejemplo, Casimiro iluminó en aquellos días y aún hoy en muchas regiones distantes de Polonia, la piedad de muchos cristianos fieles a Cristo. Y es que ser cristiano requiere de esa decidida disposición del espíritu y de una sabia fortaleza para sobreponerse a lo que es piedra en el camino y así avanzar en la vida con la felicidad de seguir los pasos del Señor. La vida de este joven santo es una llamada de atención a los billones de creyentes en la actualidad, que, como todo católico, se esmeran en vivir una vida digna del nombre que llevamos: no importa en qué tarea importante te encuentres trabajando u ocupado, es posible siempre vivir el Evangelio y darlo a conocer con el ejemplo propio de la constancia aún en las dificultades de la enfermedad. San Casimiro fue un chico de condición noble, pero su corazón sabía qué tesoro conviene al hombre, por más responsabilidades temporales y legítimas que tenga: ese tesoro es Dios, y Dios jamás nos abandona ni siquiera en los momentos tristes de la vida.
Que San Casimiro nos ayude en este siglo a reflexionar sobre la importancia de servir a Dios, para quien servir es reinar.

domingo, 3 de marzo de 2019

domingo VIII del tiempo ordinario

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas
                                                                         Lc. 6, 39-45

Jesús hizo esta comparación: ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo? El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro. ¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo”, tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano. No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas. El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de su maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca.
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El mal ha tomado al cristiano ciego, mas no necesariamente al ciego cristiano. Distinto es no tener vista de no tener ojos para Dios; aun el mal es común en todos cuando el pecado invade nuestros corazones. El hipócrita es torpe por perseverancia y ciertamente un mal cristiano, ya que no se preocupa de levantarse cada día y crecer a la luz del Señor. De esa torpeza debemos alejarnos, y no hay nada mejor para un buen cristiano, sano de los ojos del espíritu, que alimentar el espíritu con la radiación viva del Espíritu Santo que habla en la Iglesia y se comunica en las palabras de los santos, del Papa, de los obispos y de los presbíteros como también en el ejemplo evangélico de la vida de los hermanos. Son tiempos de cimbronazos que, sabemos bien, vienen del diablo y no es propio del humano, por más que muchos den consentimiento al mal. pero ante tantas caídas, serias y ciertamente dolorosas para la Iglesia y la humanidad debemos encontrar luz donde está la fuente y siempre, siempre habrá y hay en la casa de Dios hombres que llevan a Cristo en sus vidas y nos comparten el Evangelio con el ejemplo de su caminar. Por eso, cuando los ojos de tu hermano no vean, tu deber sigue siendo el deber cristiano delante del Señor, no olvides que la corrección fraterna no es una posibilidad, sino un deber; la misma no es legítima si nace de la soberbia, sino desde el profundo sentido de caridad, así como si naciera del corazón del propio Cristo, porque de Él somos hermanos y de Él aprendemos y crecemos en santidad. En todo caso conviene recordar las palabras del Papa emérito, Benedicto XVI «¡No lo tomeis como pretexto para huir del rostro de Dios!», que significa precisamente que no debemos excusarnos para ser buenos cristianos y crecer en la vida cristiana ni siquiera por tener evidencia de malos ejemplos; «¿Acaso deseo yo la muerte del pecador —oráculo del Señor— y no que se convierta de su mala conducta y viva?» (Ez. 18, 23).
«No hay árbol bueno que de frutos malos», el árbol debe ser alimentado con la Palabra de Dios y guiado con el Catecismo siempre luego de su renacimiento espiritual y de ser acompañado atentamente en el albor de la vida cristiana; si aún así se tuerce y da frutos malos, entonces se pide por su conversión en nuestras oraciones. Solo Dios sondea los corazones, Él conoce a cada uno de nosostros; nosotros no debemos caer en desesperanza nunca ante la posibilidad de la conversión del prójimo, pero siempre debemos tener cuidado de los que enseñan, como los fariseos, cosas vacías de Dios, y recordar lo que en este pasaje nos dice Jesús, que cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro, como el Maestro, como Él. Por eso, los que enseñan fuera de la Iglesia (por rechazo a la verdadera Iglesia o por rechazo a la fe verdadera) cosas que se apartan de las enseñanzas de Jesús, llevan una viga en sus ojos; son cristianos ciegos, ciegos por voluntad propia. Lo que nos une a ellos es la caridad santa, no la complicidad por mera afectividad humana, «lo que nos une» es la comunión plena, no las manifestaciones de motor emocional. Ser humano no nos hace tontos y torpes, la misma razón tiene medida en la prudencia para discernir el error de la verdad, y entre cristianos es la fe madurada la que nos ilumina para discernir lo que es bueno a los ojos de Dios; querer al prójimo no es excusa para defender lo indefendible, si queremos a un hermano, no debemos consentir su muerte espiritual, y ese consentimiento muchas veces comienza cuando asentimos sus errores y pecados irresponsablemente y aún en conflicto interno. Ningún mortal es mayor que la Vida, que la Santísima Trinidad. La regla la da Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo; los que estén fuera de la santa doctrina, por más jerarquía que tengan, no tienen autoridad delante de Dios, y por lo tanto no tienen autoridad delante de los hombres. Pero no es deber del cristiano ser juez ni maestro, sino ser fiel cristiano: la comunión de los santos precede todo ministerio y estado, porque la Iglesia es Madre y Maestra de los fieles y es amada del Señor. No seamos elementos de satanás, que engendra caos y escisión donde hubo paz y comunidad; ser cristianos no es una práctica más, sino vivir la propia vida en la senda del propio Cristo, aún con nuestras caídas, perseverando sin cesar, constantemente y decididamente. La Autoridad de la Iglesia está sostenida en las manos de Dios, nada puede desacreditarla entonces; los que se apartan dan como fruto la muerte, síntoma de su espíritu errante que ha decidido alejarse de Dios. Nosotros no debemos confundirnos, es nuestra responsabilidad crecer como cristianos, confirmados sacramentalmente, y respetar la Voluntad Divina que ha puesto al Santo Padre y a los obispos en comunión con él para pastorear la Iglesia.
Para terminar, sabemos que se acerca la cuaresma y es bueno para el cristiano rezar profundamente,  es decir, con el corazón encendido en Dios, y ayunar con sentido verdadero. Podemos pasar una cuaresma superficial o aprovechar ese tiempo fuerte para fortalecer el espíritu en la penitencia y la Eucaristía.
Cristo vence, su victoria nos da verdadera vida. Y yo, ¿puedo vencer?..., vencer lo malo en mí, vencer el desánimo en mí; vencer con Jesús, no sin Él. Es hora de atender la Voz del Maestro que nos llama a la Mesa de la Eucaristía.