+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo
Mt. 8, 1-4
Cuando Jesús bajó de la montaña, lo siguió una gran multitud. Entonces un leproso fue a postrarse ante Él y le dijo: «Señor, si quieres, puedes purificarme». Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». Y al instante quedó purificado de su lepra. Jesús le dijo: «No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio».
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La enfermedad aqueja al hombre de muy diversas formas y en cualquier intervalo posible de su vida. Muchas enfermedades pueden estudiarse y medirse para encontrar una cura, un tratamiento o una manera de atenuar sus efectos negativos sobre las personas. No todas las enfermedades son consideradas graves objetivamente pero sin duda tienen muy distinta mirada y significación entre quienes las padecen. Cuando la enfermedad es discapacitante, en el amplio sentido de la palabra, los valores de la humanidad auténtica suplen los huecos del conocimiento finito. El hombre recurre a su interior y busca, de manera consciente o no, en el exterior, el abrazo y cobijo del amor que tiene rostro de padres, hermanos, amigos, etc. A veces la enfermedad evita en parte o totalmente el raciocinio; otras es un mundo diferente, donde no existen los colores ni los sonidos ni la voz propia muchas veces... En las formas más agresivas, la enfermedad nos hace preguntarnos ¿Cuál es el sentido de la vida? La respuesta solo puede ser Dios y el criterio parte siempre de la fe.
No puedo hablar un idioma que no conozco, ni pretender que se entiendan estas cosas que son nuevas para muchos que las leen o escuchan de mi voz. Voy a limitarme a hablarle a quienes entienden esta «lengua» de la fe, pero jamás dejaré de ingeniar formas para que los nuevos puedan, un día, leer esta fe en sus propios corazones.
En el texto del Evangelio de Mateo que hoy nos propone la liturgia hay un acontecimiento. Es un hecho corriente en aquel tiempo puntual, según dicen las Escrituras, pero no seguramente para aquel hombre con lepra que se acercó a Cristo con toda su fe. En efecto, una multitud seguía al Maestro que bajaba de la ladera de una montaña en Galilea frente al mar Tiberíades. Allí, momentos antes, Jesús pronunció su muy conocido discurso «el sermón de la montaña» también llamado «discurso de las bienaventuranzas». En ese discurso que dio a la multitud Jesús llama bienaventurados a quienes sufren, a quienes ayudan y a aquellos que viven el Evangelio. Dijo, entre otras cosas, «felices los afligidos, porque serán consolados», también «felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» y «felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios». Los enfermos están afligidos; no son «leprosos», sufren de lepra (que es muy distinto), porque son mucho más que personas afectadas por una enfermedad, son humanos. Son únicos, amados por Dios y los suyos; tienen un espíritu y una vida que expresa muchísimo más que sólo el dolor visible, respetable y, en cierta forma, compartido por sentido humano.
Si Jesús «tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades» los cristianos no podemos menos que seguir su ejemplo y acompañar a los que están afligidos por la enfermedad o el sufrimiento. Quienes practican la misericordia hacen presente a Dios en este mundo lleno de enfermedad, penas y vacío. La misericordia humana proviene de uno de los dos manantiales posibles: la inocencia santa o la experiencia del combate interior. La primera es propia de los santos de Dios y no excluye a la segunda; esta otra, más frecuente, es más propia de la mayoría de los cristianos que damos testimonio de fe firmado con la propia vida puesta a la luz del Camino. Esta es la misericordia que quiere Dios: vivir el Cielo en este mundo, haciendo presente al Altísimo, con valentía y lealtad cristianas; no el espejismo de un cielo ritualístico, farisaico. Que el ritual sea, entonces, coronación del ofrecimiento de nuestras vidas, no un simple acto cotidiano de falsa alabanza. Esta es la misericordia que brota del eterno Sagrado Corazón y nosotros recibimos, no para guardarlo mezquinamente sino para llevarlo a aquellos que lo necesitan, a quienes buscan ese abrazo y cobijo del amor, a esos valores de la humanidad elevados a la talla divina de las virtudes cristianas (teologales, cardinales, de don) Un corazón puro es ese que emana benignidad, ya que la simple bondad no es suficiente para vivir según Dios. ¿Puede un pecador ser benigno? ¿no somos, acaso, todos pecadores salvo la Santísima Virgen Madre?; la benignidad se fragua en la experiencia y es siempre posible mientras esa llama interior, que es Dios habitando en sus hijos por la gracia, no se apague o debilite irremediablemente por nuestra libre voluntad.
Jesús bajó de la montaña y se encontró con este hombre que sufría de lepra; el hombre tenía fe y postrado ante el Salvador le dijo «Señor, si quieres puedes purificarme». Ya en otros lugares dentro del Evangelio Cristo señalará que la fe salva y cura. Lo miró y lo quiso; ese hombre no era uno más en la multitud, era él, un hombre creado y querido por Dios, como todos nosotros y cada uno de nosotros somos amados y queridos, nombrados y llamados, cuidados y guiados por Él. Extendió su mano tocándolo. «Lo quiero, queda purificado». El hombre se sanó. De solo imaginar ese instante, de solo ponerme en las sandalias del hombre con lepra se estremece mi espíritu pensando en la voz de Dios y en sus palabras, en la salud recobrada y en el amor de su mirada..., y pensar que comulgamos al Señor cuando nos acercamos a la Eucaristía... pero volvamos de las digresiones, que estamos en Galilea ahora, contemplando este milagro de vida. Jesús lo sanó y le advirtió «no se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio». Lo envió a los sacerdotes para que, constatando el milagro de sanación, pueda tomar parte en el culto de la sinagoga (los «impuros» no podían acercarse a la gente, mucho menos podían asistir a los actos litúrgicos). Dios le dio a este hombre 3 libertades: la de aceptarlo o no, la de la cura de la lepra y la de poder volver a la sinagoga a rendir culto. La omnipotencia es (por voluntad, no por naturaleza divina) inferior al amor del Creador, por eso decía el Apóstol Juan «Dios es amor»... Jesús no obligó a guardar silencio a quienes sanó; muchos de ellos sí contaron lo sucedido a otras personas.
La enfermedad puede ser física, mental o espiritual. La lepra hoy tiene cura; otras afecciones físicas no la tienen. Muchas enfermedades son raras por su baja frecuencia en la población mundial y dentro de ellas las hay genéticas, neurológicas, inmunológicas, combinadas, etc. En la actualidad existen muchos hombres y mujeres con enfermedades aún más complejas que la lepra, y a ello se suma la covid-19, cuyo origen es incierto aunque sospechado. En Argentina se celebró hace pocos días el primer congreso de enfermedades poco frecuentes. Al mismo tiempo, muchas personas mueren por infección de SARS-CoV-2 y faltan segundas dosis, dosis para cubrir la vacunación de toda la población, conciencia moral de los gobernantes argentinos, etc. Muchas enfermedades mentales no tienen cura. Hay legisladores que defienden la vida humana y uno de ellos padece ELA. Las paradojas pueden proyectar el caos en nuestro horizonte si no sabemos ver más allá de él... Las enfermedades espirituales, esa ciénaga de vicios y pecados, tienen el mejor pronóstico aunque su gravedad pueda invalidar cualquier gota de alivio aunque se experimente la cura de otra clase de enfermedad. Es que, si existe voluntad y constancia, «aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve». La clavede la vida, su sentido, trasciende la dolencia y el sufrimiento. Es el amor desasido, confiado y sereno, sabio y maestro que sabe de la lucha y se dona combatiendo la desesperanza. Porque en el amor se alcanza la fe y en la fe se descubre la más sólida esperanza.
En el espíritu del hombre con lepra había amor, fe y esperanza, virtudes que lo movieron a postrarse delante de Jesús y a llamarlo «Señor», rogándole con el alma y la carne, en profunda humildad, a ese Dios que es Amor.
En nuestro espíritu se escriben las batallas de esta vida, tengamos o no una enfermedad. Pero las indefectibles heridas del alma son esa debilidad que se torna fuerza en El Señor, que nos enseña a combatir venciendo, primero nuestro letargo y tristeza y luego nuestros temores y desesperanza. Él, que escudriña los corazones, nos toma de la mano y nos sumerge en nuestras propias profundidades para encontrar su luz y sabiduría. Así podemos seguir el camino con pie firme, así, sabiendo que nuestra fuerza es el Señor y que ni las penas, ni los vicios ni el pecado pueden matarnos si depositamos confianza y voluntad constantes en la Cruz del Salvador. Y la Vida es conocer a Dios y alimentarse de Cristo.
Recordemos, cristianos, lo que nos dice el Verbo: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos». Aprendamos. Todos necesitamos a Dios, pero no basta con decir «¡Señor, Señor!», la conversión nos requiere como hijos por entero; debemos andar de continuo como Él anduvo, siendo verdaderos discípulos. Entonces, cuando los hijos tomen su lugar en el Reino, que está acá presente, la enfermedad será sanada u ofrecida a Dios con el ser transformado por la fe de los que predican en contrición y llagas el Evangelio del Señor.
Dedicado a mis padres, hermanos y a mi tío Salvador «Tito» fallecido por covid-19