+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan
Jn. 17, 1b. 20-26
A la Hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús levantó los ojos al cielo, y oró diciendo: Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí.
Que todos sean uno: como Tú, Padre, estás en mí y Yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -Yo en ellos y Tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que Tú me has enviado, y que los has amado a ellos como me amaste a mí. Padre, quiero que los que Tú me diste estén conmigo donde Yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero Yo te conocí, y ellos reconocieron que Tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos, y Yo también esté en ellos.
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El santo que hoy memoramos nosotros, los hijos de Dios, fue un cristiano nativo de Asia Menor (hoy Turquía) ordenado Obispo el año 177. En su tiempo se ocupó de refutar la herejía gnóstica con tenacidad intelectual y celo pastoral. Además de su conocida obra «Adversus haereses» (de título original «Desenmascaramiento y derrocamiento de la pretendida pero falsa gnosis»), escribió sobre la verdadera doctrina de la Iglesia en «Prueba de la predicación Apostólica» y se sabe que, sin conflictuar sus deberes episcopales, misionó dentro de sus posibilidades aunque no nos llegaron datos desarrollados de esta actividad.
«Ireneo», «Εἰρηναῖος» en griego, significa «pacificador», y esta fue su característica, traer la paz predicando la unidad de la Iglesia. En tiempos en que los cristianos sufrían la persecución de Marco Aurelio, amenazando la existencia física, humana, de la Iglesia, y en una época tan aturdida de errores (las herejías como sistemas pragmáticos e intelectuales) que distorsionaban no solo la identidad de los cristianos, sino también la verdad revelada y hasta al mismo Dios; la unidad era un deber por voluntad divina, como podemos observar en el Evangelio que la liturgia propone hoy facultativamente para celebrar la memoria de este gran santo.
«No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí», dice el Evangelio, y qué oportuno es aplicar estas palabras del Señor a Ireneo, que enseñó la fe a nuestros antepasados para cimentar en roca la Iglesia de Cristo, la cual sabemos una, santa, católica y apostólica.
«Como Tú, Padre, estás en mí y Yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros», en unidad, así quiere Jesucristo a la Iglesia Santa porque es hija del Santo de los santos.
Ireneo era niño cuando Policarpo de Esmirna, otro santo Obispo, daba homilías en la iglesia de dicha ciudad. Este otro santo, Policarpo, fue discípulo de Juan, el Apóstol, por lo que lo llamamos, junto a otros, «padre apostólico» y a Ireneo (junto con otros) «padre de la Iglesia». La apostolicidad de las enseñanzas de Ireneo, Obispo en la Galia, aunque hijo de Esmirna, es garantía de nuestra identidad como cristianos. Su fe es la fe de los Apóstoles, es decir, la misma que enseñó el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, Jesucristo, Hijo del Padre. Es de notar, en linea con lo que escribo, la catolicidad muy visible en el hecho de que tan distante como de Esmirna a Lugdunum (Lyon) es la diferencia entre las propuestas heréticas (siempre asimiladas por gente que se distancia voluntaria y decididamente de la única familia del Señor, la Iglesia Católica) y la fe verdadera que se extiende por todo el mundo bajo el omnipotente amor de la Trinidad que así lo quiere. En efecto, destaquemos toda la perícopa que leemos hoy, la cual es oración del propio Cristo pidiendo al padre la unión íntegra del cuerpo, que es la Iglesia, con la cabeza, que es Él mismo, y que, por su naturaleza divina, no puede escindirse de la Trinidad.
Hoy nos proponemos que la unidad de la Iglesia se arraigue efectiva y activamente en nosotros. Conociendo a los padres de la Iglesia, como San Ireneo, conociendo más las Sagradas Escrituras, escuchando la voz de los presbíteros, diáconos, obispos y religiosos, pero sobre todo, comulgando al Señor, que es la Unidad, podremos seguir construyendo la paz en nuestras vidas, comunidad, y en nuestro tiempo, que tiene, como es sabido, sus guerras de todo tipo y particularmente la invisible guerra de la definición ontológica y vivencial de «humanidad». No olvidemos que es voluntad de Dios el respeto a la integridad de cada persona, y esto supone respetar su vida y sus creencias, con lo cual la unidad amplia es precisamente lo que nos une como especie; la unidad cristiana nos identifica como Iglesia y la verdad es el derecho de ser cristianos sabiéndonos humanos. Ni aprobamos lo que Dios no enseña ni enseñamos lo que Dios no aprueba, por ello estamos en el mundo como garantes de la paz universal.
Que San Ireneo nos ilumine en nuestra época para continuar irradiando sin desesperanzas polifacéticas el Evangelio y, en definitiva, al mismo Dios.