+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas
Lc. 14, 25-33
Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar". ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
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De la misma manera que enseña Cristo sobre el renunciamiento de sí mismo, condición necesaria para la vocación de todo cristiano, de esa forma siguió san Ignacio al Señor. Habiendo hecho una carrera militar y tras una herida en batalla, aquel soldado acostumbrado al combate y al ejemplo de los caballeros medievales pidió un libro de caballería y solo había libros de santos y de la vida de Jesucristo para leer en esa circunstancia de reposo y curación. El santo conocerá a los verdaderos caballeros y al verdadero General, cuya guerra requiere mayor valentía que la que se da con armas humanas y el entrenamiento es más exigente al tiempo que son mucho mejores las victorias.
San Ignacio se convierte mientras se cura de una grave herida de guerra y decide renunciar a todo para servirle al Señor. Solo un episodio de su adolescencia, según quedó documentado, tomó la tonsura pero la vida religiosa no prosperó en su alma, más bien inclinada hacia el vicio de la carne. Tras su agonía y cura inexplicable de su fiebre, después de la herida de cañón que le dejó secuelas, Ignacio se sentirá impulsado a competir nada menos que con los santos, en ayunos, peregrinaciones, y demás prácticas propias del ejército santo de Dios. Tras dejar sus riquezas y su pecado, luego de haber visto a la Virgen Madre y al Niño, decide vivir la penitencia y la oración. Sin aptitud para la vida eremítica, su director espiritual le aconsejó abandonar ese plan; Dios le tenía preparado un sol en pleno invierno. Es que tras su fallida peregrinación a Tierra Santa, sus numerosos obstáculos y sufrimientos por parte de sus hermanos cristianos y su siempre frágil salud, Ignacio viaja a Roma a ver al papa y allí fundará su orden religiosa, la Compañía de Jesús.
La obra de San Ignacio es de cuerpo y espíritu, de cuerpo en su Societas Iesu, de espíritu en su libro de ejercicios espirituales, los cuales se siguen realizando hoy, entrado el siglo xxi.
El asceta debe educar sus sentidos, pasiones y hábitos. Para los sentidos el modelo es el cuerpo de Cristo. Las pasiones se mitigan con el fuego de la Palabra y los hábitos se asimilan o se corrigen con una voluntad santa y constante.
Si la llave de la puerta estrecha es el amor de dilección, el pasador es el odio, y en él la punta de lanza remite siempre a la enemistad. Pero Cristo nos mandó amar a nuestros enemigos, no para humillarnos, sino para humillar al mal en nosotros, dotando al hombre de una visión sobrenatural de la realidad. En efecto, es natural a la carne responder los ataques con la guerra, mas el espíritu instruido en Dios conoce lo que es guerra de verdad y distingue a satanás de la humanidad. Debemos ver en nuestros enemigos humanos una debilidad por falta de sustento espiritual y la circunstancia provechosa para el enemigo demoníaco que acecha a los más débiles.