domingo, 4 de julio de 2021

domingo XIV del tiempo ordinario

 +Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Marcos

                                                                           Mc. 6, 1-6a


Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: «¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanos no viven aquí entre nosotros?». Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Por eso les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa». Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe.

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En este tiempo de aislamiento que transitamos con fe y esperanza muchas veces nos toca vivir en carne propia el rechazo o incomprensión de quienes son familiares. Esta vez el Evangelio nos presenta a Jesús enseñando en la sinagoga, en medio de su pueblo judío, para la celebración del sabbat. Se decían unos a otros cómo puede ser Dios un simple carpintero cuya procedencia es bien conocida. El escándalo de aquellos no tiene comparación por equivalencia a los que nos plantean nuestros conocidos hoy, ya que no somos dioses, pero es notable que así como rechazaron en el pasado las enseñanzas de Cristo, también rechazan hoy las prácticas cristianas. Es por eso que debemos tener mucha atención a lo que Jesús nos dice hoy.

Siempre hay gente dispuesta a no respetar al otro y esto es especialmente así cuando se trata de la fe. A veces los escuchamos vociferar en la televisión, en los libros, en la calle o en un taxi; los hay sutiles y groseros, con toda la mal colorida gama intermedia, pero los desprecios que más nos asombran, duelen o enojan vienen de los que tenemos más cerca, nuestra familia.

Muchas veces el ejemplo vale más que mil palabras, y así puedo hablar de una historia que conozco. Era una hermosa familia de padres católicos bautizados en la mismísima Basílica de Nuestra Señora de Luján. amor como lo dieron a sus hijos y entre ellos no hay igual, él era carpintero, ella una gran mamá que a veces pintaba óleos con paisajes coloridos, dignos de elogio tanto como los originales hechos por Dios. Pero allí faltaba la comunión, faltaba la vida cristiana, la Iglesia. No era raro ver la casa decorada con ángeles pintados por algún pintor famoso, o letreros con la inscripción «Dios está aquí», hecho por el papá carpintero, que estaba sobre el muro de los juegas como custodiando el gran canasto de mimbre lleno de juguetes. Aún habían breves pero hermosas charlas sobre quién era Dios y sus amigos, los ángeles. No se practicaba la fe, pero estaba allí latente, como aquel cartel decía.

Los chicos crecieron y de adolescentes comenzaban a preguntarse ¿quién es Dios?, así que dos de los cuatro se presentaron a la iglesia para encontrar una respuesta. Ellos basaron su interrogante en un libro que leía el mayor de los hermanos, una vieja Biblia incompleta con un lenguaje difícil de comprender. Entonces les dijeron que podían acercarse a un círculo bíblico, pero no lo hicieron, solo compartieron su experiencia con el hermano mayor. Él sí fue a conocer el círculo bíblico, su conversión resultó del instante  en que se leía la profesión de fe de Pedro, porque él sabía por historia que ese fue el primer Papa, pero no que es la piedra fundamental de la Iglesia de Cristo. 

El muchacho comenzó la catequesis, fue bautizado, confirmado y dos años más tarde comenzó a sentir una vocación profunda a donarse entero a Dios. Rezaba como los monjes pero era torpe como los terneros recién nacidos. Incomprendido por sus padres se defendía hiriéndolos, discutiendo, encerrándose en su mundo. Un día les contó su decisión de ir al seminario y todo se volvió caótico, pero uno de esos hermanos que fueron a preguntar a la iglesia quién era Dios lo defendió y mediando logró cierta armonía en la casa. Quizá fue esa una forma de expresar su fe, pero lo cierto es que poco tiempo después falleció. El chico con vocación crecía entre dificultades muy personales y el drama de su familia con una fe tan fuerte que su espíritu parecía invencible, aunque hubo lágrimas, sin duda. ¿Cómo puede ser que tengas esas ideas si nosotros nunca les enseñamos eso? le decían, como preguntándose ¿acaso no es este nuestro hijo?, ¿qué es lo que le pasa?, ¿a qué se debe este cambio en su conducta?. Con el tiempo el joven declinó su camino porque sentía miedo, incomprensión y no había madurado ni su sexualidad ni sus ideas; siempre había sido inseguro y disconforme de sí mismo. Pero Dios no lo abandonó.

Creciendo en la fe, en la Iglesia y con la ayuda de dos padres espirituales maduró su historia de vida, logró pacificar a los suyos y escuchar de sus hermanos pedir el bautismo. Su papá fue más cristiano y su mamá más devota.

Un profeta no es querido por los suyos, pero si la fe es del tamaño de un grano de mostaza, pequeña pero de calidad, la esperanza es coronada con un milagro del Señor. Es difícil ver luz donde la fe no existe; allí Dios no puede hacer mucho, pero donde haya fe firme no es tiniebla la cruz que se cargue, sino un bendición que se gana cada día de pie por cada caída y delante del Señor.

En confinación las cosas son más difíciles, el tiempo sagrado es más frecuente en la casa y no todos comparten las mismas ideas. No te desanimes, hasta Cristo fue incomprendido al punto de tener que esconderse. Pero Él no te abandona en ningún momento de la vida, te entiende y sabe cada momento para guiarte aún en medio de la tempestad. Su gracia te basta.