jueves, 15 de diciembre de 2016

Jueves III de Adviento

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas
                                                                        Lc. 7, 24-30

Cuando los enviados de Juan el Bautista partieron, Jesús comenzó a hablar de él a la multitud, diciendo: “¿Qué salieron a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salieron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que llevan suntuosas vestiduras y viven en la opulencia, están en los palacios de los reyes. ¿Qué salieron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. Él es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan, y sin embargo, el más pequeño en el Reino de Dios es más grande que él”. Todo el pueblo que lo escuchaba, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios, recibiendo el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la Ley, al no hacerse bautizar por él, frustraron el designio de Dios para con ellos.
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Jesús nos habla de Juan Bautista enseñándonos su ejemplo de vida, y la importancia que tiene ese santo en su tarea profética. De cara a la Navidad que se aproxima podemos ver cómo el Señor llama a la puerta de sus fieles instruyéndolos en su amor y sabiduría. Así, hoy podemos recibir del Evangelio la luz necesaria para continuar nuestro camino personal hacia Belén. El Cristo, el Ungido, la Luz del mundo nos ilumina y atrae suavemente para que tengamos Vida verdadera, la vida que da el Señor. Tres veces les pregunta a la multitud "¿Qué salieron a ver?". Esta pregunta es nuestra hoy, y la hacemos en el interior de nuestra alma, en la conciencia personal para decir ¿qué salí a ver?, ¿qué es lo que fui a buscar y qué encontré?. La conversión nos lleva hacia Dios pero la disposición de aceptar a Cristo es humana: nuestras expectativas pueden ser santas y ordenadas a Dios o pueden tener otros matices no tan deseables para la salud espiritual y, en definitiva, para vivir la Verdad misma. Si buscamos encontrar en aquel hombre o en aquella mujer cristiana un ejemplo de prosperidad económica, o un exponente de sensaciones sobrenaturales y místicas podemos caer en la cuenta de que no hay nada de lo que fuimos a buscar, y entonces caer en el abismo de oscuridad que juzga "allí no hay nada", que dice "el cristianismo es inútil".
Hoy quiero hablarte de la fe vivida, de la fe según el mismo Cristo, no de habladurías y cosas que no tienen más que personas agigantadas y petulantes. La fe vivida no es el mundo material, pero tampoco es la espiritualidad vaciada de su real sentido. Somos mortales y eternos sólo en Dios, por lo tanto Él nos dirá dónde está la verdad y dónde se oculta, acenchando, la mentira. La fe se vive, y el que la vive conoce las luchas que se viven por amor a Dios y por el bien personal y eclesial que debe donarse necesariamente al mundo para transformarlo. "La religión" para el cristiano no es un modo, no es una forma, no es una estructura ni es una moda. No, religión significa puntual y exctamente "hablar con Dios", y para tal comunicación se necesita crecer en la gracia y escuchar atentamente la voz de la Iglesia, más que hablar por encima de ella. La Iglesia no es un centurión bajo cuyas "órdenes" debemos regirnos y obligarnos la propia vida, no, la Iglesia es como una madre, y es como la Madre del Señor: nos habla dulcemente al corazón advirtiéndonos dónde está la escalera que nos lleva a Dios y dónde está el pozo que nos aparta de Dios. En el Evangelio de hoy queda claro que este hablar con Dios nos compromete a reflexionar en nuestros actos y a purificar nuestro proceder, que es anterior al acto. Es decir, debemos ser concientes de aquello que está frente a nosotros para tomar la decisión que viene de la inteligencia, no del anhelo tozudo propio de la necedad. ¿qué fui a ver?, ¿salí de la casa segura de mi interior psíquico y espiritual para buscar una moda?, ¿salí de compras para elegir una vida a mi medida?... ¿A quién estamos siguiendo, a Dios o a los vientos que pasan y se estancan de repente?. Veamos que una voz en el desierto no cumple funciones para nuestras metas ciegas de Dios, veamos, no pongamos ahí nuestro mapa tapando el campo que es verdadero. Vemos que Juan vivía pobremente pero su riqueza era Cristo a quien pudo contemplar desde el vientre materno. Que podamos nosotros contemplar a Cristo en la Eucaristía y en nuestras vidas, para que vivamos de ahora en más atentos a lo que es verdaderamente importante.
Hablar con Dios supone la conversión del corazón, más que de la práctica, porque desde un corazón convertido a Dios se puede obrar en armonía perfecta, la que tenemos los que comulgamos a Cristo. Más allá del pecado que nunca nos abandona o de las dificultades que atravesamos tropezando una y otra vez, el cristiano tiene en sí la llama viva del Espíritu Santo, por la cual siempre retorna, si es que se desvía por un instante, el Camino, que es su bien y su esencia vivificante. El bebé más amado, el pequeño más esperado está ya por nacer, nacerá en un pesebre de Belén, nacerá en un corazón fiel. que el Rey del cielo nos corone hermanos, y nosotros mantengámonos firmes en la fe y seremos felices por la constancia aunque debamos pelear contra las sombras.