martes, 14 de julio de 2015

Martes XV del tiempo ordinario

+ Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo
                                                                  Mt. 11, 20-24

Jesús comenzó a recriminar a aquellas ciudades donde había realizado más milagros, porque no se habían convertido. "¡Ay de tí, Corozaín! ¡ay de tí, Betsaída! porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y cubriéndose con ceniza. Yo les aseguro que, en el día del Juicio, Tiro y Sidón serán tratadas menos rigurosamente que ustedes. Y tú, Cafarnaúm ¿acaso crees que serás elevada hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el infierno. Porque si los milagros realizados en tí se hubieran hecho en Sodoma, esa ciudad aún existiría. Yo les aseguro que en el día del Juicio, la tierra de Sodoma será tratada menos rigurosamente que tú".
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Jesús reprocha a los habitantes de las ciudades donde obró tantos milagros su ingratitud al no convertirse en sus corazones. Muchas veces podemos vernos reflejados en este pasaje cuando por motivo de nuestra indiferencia o por preocupaciones que nos distraen de Dios dejamos pasar los signos que él nos envía y retrasamos nuestra conversión personal. A veces estas cosas se agravan y llegamos al grado de rebeldía cuando el Evangelio está ante nuestros ojos; el peligro de caer en esta ceguera no escapa a ningún mortal. Tanto más alertas debemos estar en nuestro diálogo con el Señor cuanto más grave sea nuestra responsabilidad en la obra de la salvación.
El hecho de que las lecturas bíblicas puedan hablarnos a cada uno en particular en un momento determinado de nuestras vidas (y esto es por lo que a veces pienso que la Biblia es un conjunto de libros que están vivos) es algo maravilloso y tan real como que le habla a toda una sociedad o a la misma Iglesia en su conjunto en un momento histórico determinado o en el transcurso de una etapa de la historia mundial. El mayor milagro que obró el Señor es devolvernos lo que el pecado original nos había quitado: poder llegar a contemplar a Dios después de transitar esta vida terrena. Hoy la humanidad parece estar muy alejada de la conversión esa que señala Jesús cuando habla a las personas d aquellos tiempos: tenemos guerras, tenemos hambre, tenemos injusticia e impunidad por todas partes. Ya no hay ley que no se quebrante de alguna manera, y no se tiene respeto ni se cultivan ya los valores morales. Claro que el pueblo de Dios está presente y lucha contra toda corriente nefasta para devolver la humanidad a la humanidad, pero..., como conjunto, ¿qué podemos decir de la fe de los pueblos actuales?...,
El Evangelio no es una fábula, ni una historieta, ni siquiera una carta. No, es la voz de Dios mismo que nos comunica una alianza, un acuerdo: nosotros seremos su pueblo y Él será nuestro Dios, y esto se cumple desde el nacimiento de Cristo, ya que es precisamente en ese momento cuando nace la salvación de los hombres. A lo largo de estos dos mil quince años la Iglesia ha extendido este mensaje de salvación a los hombres de toda lengua y de todo lugar. También Cristo quiso que se obren milagros extraordinarios en alguna ocasión, pero estos milagros no son más que signos que deben entenderse como una consecuencia de algo más trascendente que las soluciones en este paraje terreno: hay "cielo" y hay Dios. Cuando pensamos en nuestros problemas, generalmente buscamos una ayuda milagrosa, y algunos, más confundidos, hasta esperan de la "magia". Bueno estas cosas son erradas si se tiene presente que no fuimos creados para vivir eternamente en un mundo donde la paz no abunda (y habría que decir "donde la paz se extingue"). Ayer en el mismo discurso que dijo Jesús leíamos "El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí", entonces hoy, ante estas palabras de reproche que hace Cristo al encontrarse con esos corazones obstinados en vivir según sus antojos, sin esforzarse por seguir un camino de buenos hombres que agradan a Dios, podemos considerar qué modos tenemos de cargar nuestra cruz, como personas particulares y como sociedad,  y seguirlo. La cruz de las naciones es ese dolor entintado de injusticias que nos provocan los pecados y el mal; y "seguirlo" es tener una voluntad colectiva de cambio con miras a agradar a Dios ante todo, para que el pueda ayudarnos a crecer como pueblo que se pone en sus manos. seguir a Dios no es tener apego a tal o cual cosa; el que sigue a Cristo no "busca su vida", sino que hace lo que es justo y recto, y crece de virtud en virtud profundizando en los problemas, acercando el oído al consejo de los sabios, y sobre todo amando al prójimo, para encontrar así el camino que conduce al Bien supremo. No todo lo que aparentemente ayuda en el más que relativo "bienestar social" tiene connotaciones positivas a futuro. Ya en otra parte Jesús dice que no nos debemos preocupar por lo que vendrá, pero esto no significa que no debamos construir sobre roca firme.
El Papa llama constantemente a los pueblos a la conversión, y esto es evidente en cada discurso suyo, en cada gesto de amor. No dejemos que el tiempo pase como pasa la vida de los pastos que se secan y mueren, seamos árbol de semilla, y, de paso, entendamos que la conversión debe ser tal que comprenda al hombre en todos los aspectos, incluso en el cuidado del espacio que ocupa con otros.