viernes, 30 de junio de 2017

viernes xii del tiempo ordinario

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo
                                                                            Mt. 8, 1-4

Cuando Jesús bajó de la montaña, lo siguió una gran multitud. Entonces un leproso fue a postrarse ante él y le dijo: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”. Y al instante quedó purificado de su lepra. Jesús le dijo: “No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio”.
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¿Puede el enfermo ser culpable de su padecimiento? ¿Ese padecimiento es un castigo de Dios? El Evangelio de hoy nos dice que no. Ni somos culpables de la enfermedad ni Dios nos manda la enfermedad como castigo. Es por ello que atendiendo a la disciplina de la verdad diremos que Dios no busca la enfermedad del hombre, sino que sana nuestros dolores, a veces con milagros (como el del leproso) otras con la Cruz, que es ofrecerse a Dios y ofrecer al prójimo un testimonio de valentía cristiana, una enseñanza de humanismo verdadero. Muchas veces tenemos seres queridos que están padeciendo alguna situación de pena o enfermedad. La desesperanza es una de las muchas armas del diablo para apartarnos de la verdad y la Vida. No debemos desfallecer, ya que Dios puede hacer de nuestro sufrimiento un camino de Salvación, como lo fue el mismo Cristo, que, compadecido del leproso quiso su curación, pero amando no sólo a él sino a cada uno y a todos los mortales, vino al mundo con carne humana para padecer los azotes de los soldados romanos, morir en una cruz de la manera más cruel posible y resucitar para mostrarnos la victoria del amor, de su Amor que quiso devolvernos la amistad con Dios para siempre. No manda Dios ningún castigo, el castigo viene del hombre cuando comete torpezas o se involucra en el mal (el maligno nunca nos apadrina, siempre quiere aniquilar todo rastro de humanidad). Al enfermo mira el Señor desde la Cruz, pero también desde la tumba vacía, donde la muerte fue vencida para siempre. Que si morimos, estamos vivos en Cristo, y si vivimos, para Cristo vivimos, que es quien nos salvó del infierno. ¿Qué vale más, esta vida o la eternidad?. Porque en esta vida las contingentes posibilidades de felicidad o amargura son un soplo, pero en la vida que nos da Dios sólo hay felicidad y con los nuestros. No conocemos a Dios cuando pensamos que nos está castigando, pero no seremos castigados por desconocerlo, con tal que no lo hagamos a drede, y vale más la Misericordia que cualquier maldad humana.
La lepra era en la antiguedad una causa vergonzosa para quien la poseía, porque era excluído y tratado de impuro, era discriminado. Hoy hay enfermedades como el SIDA o el Cáncer de todo tipo que pueden resultar una condena para las personas que lo padecen, ante estas realidades del dolor ageno o propio debemos llamarnos a tener la mirada y el corazón de Cristo, que se compadece de los más débiles y de los que necesitan la salud. Pero para los que están buscando lejos del Señor se dirá lo que dijo un santo "¿de qué nos sirve conocer la felicidad del cielo sino solamente para estar angustiados y tristes, sabiendo de qué bienes estamos privados y la imposibilidad de alcanzarlos?" y también "si para ver a Dios es necesaria la pureza de corazón, es evidente que esta pureza de corazón, que nos hace posible la felicidad, no es algo inalcanzable". Seamos entonces puros de corazón, es decir, inclinados contra toda tempestad hacia el bien y nunca hacia el mal o el rencor, resentimiento, etc. Porque Dios nos ama para que seamos libres de los males que no nos dejan vivir tranquilos. Hay dos formas de pasar situaciones próximas a la muerte: la manera animal desesperada, atormentada, o la manera heroica que nos enseñaron desde los primeros tiempos los santos mártires: no renegar de Dios ni si quiera ante la muerte. De esta manera podemos imitar a esos mártires de Dios haciendo heroicamente lo que debemos en nuestra vida cotidiana: educar en el amor, enseñar humanidad, conducir por la vía de los valores y la sabiduría, corregir los desvíos con paciencia y magnanimidad, etc. Nada de lo que hagamos por vivir el Evangelio es jamás en vano, porque Dios conoce a los suyos, y nuestro premio es que Él nos ama y siempre nos ha amado.