Ascensión • Giotto di Bondone |
+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas
Lc. 24, 46-53
Jesús dijo a sus discípulos: “Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.
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Cristo entra hoy a la presencia del Padre con nuestra humanidad glorificada; triunfal sobre la muerte y victorioso sobre el maligno. Esta solemnidad recuerda ese día en que, estando con sus Apóstoles, Jesús se elevó a los cielos donde ahora permanece a la derecha del Padre.
El Evangelio de Lucas que la liturgia presenta en esta solemnidad señala las palabras que dio a sus discípulos antes de partir. Jesús indica que las Escrituras estaban cumplidas en todos los hechos que hasta ese momento ocurrieron por su obra y los que debían ocurrir luego (predicación a todas las naciones). También les recuerda lo que antes les había dicho, que enviaría el Espíritu Santo y con Él serían bautizados con la "fuerza que viene de lo alto"; este es el signo de la confirmación cristiana que sacramentalmente celebramos también en nuestros días. Luego, bendice a los once mientras es elevado al cielo. Este fragmento del Evangelio de Lucas dice que los Apóstoles se habían potrado y que luego volvieron a Jerusalén con alegría, permaneciendo en el Templo y alabando a Dios. Los Hechos de los Apóstoles, del mismo Lucas, señalan que dos "hombres vestidos de blanco", que la tradición señala como dos ángeles, les dijeron "Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir". Quizá estas palabras signifiquen que volverá con gloria y de repente, como se indica en muchas partes de las Escrituras.
Como vemos, Jesús no nos quiso dejar solos; no solo nos dejó el Espíritu Santo, sino que también permanece con nosotros en nuestra alma por la comunión sacramental. Esta solemnidad del Señor nos permite encontrarnos de nuevo en nuestra esencia cristiana, divinizada y con gracias tan excelsas que sobrepasan la dignidad angelical, felices de la vocación a la que fuimos llamados como hijos y coherederos de Cristo.
La Ascensión del Señor era parte del designio de Dios para hacer del hombre una creatura nueva, a imagen suya y restablecida en santidad original. Por eso, aunque no lo vemos ya cara a cara como tuvieron oportunidad los Apóstoles de mirarlo a los ojos, sí tenemos todo el fruto que su obra redentora nos legó de manera personal y estrechamente vinculada a sí mismo, ya que Él mismo, junto al Padre y al Espíritu Santo hoy habitan en nosotros por su unión íntima e indivisible y por su enorme e incalculable amor por el género humano y por cada uno de nosotros, que hemos tomado de Dios la vida y la regeneración. Llevamos en nuestro corazón su Corazón de Padre que nos nombra y nos conduce a su presencia desde la Eucaristía hasta la oración cotidiana. Hemos sido tan amados que ese Corazón dolido por el pecado de los hombres sufrió en una Cruz con verdadero dolor humano y Divino, ya que Él quiere que todos se salven. Es por eso que entendemos que, muchas veces, el amor duele. Como otros cristos debemos dar un paso más allá de la respuesta que enseña este mundo y, en manos de Dios, donar todo de nosotros para enseñar el Evangelio de manera completa y real, aunque nos hieran las espinas de los ingratos, porque "nuestra vocación mira a esto: a heredar una bendición".
Con Jesús asciende también toda nuestra preocupación por las cosas que nos afectan sensiblemente o perceptiblemente según el estado terrenal en que aún estamos. Todas nuestras flaquezas, dolores, alegrías y fortalezas se elevan para ser colmadas de paz las afecciones e infundidas de Dios las virtudes naturales. Tenemos así un tesoro en el Cielo, pero en el Cielo que es presente en nuestro espíritu, en la esencia profunda de nuestro ser, por conformar la Iglesia en comunión y haber creído en Cristo. Tenemos la dicha de ser templos de Dios, y así vivir en perfecta armonía con cada proposición de santidad, con cada hilo de constancia a pesar de los huracanes que quieren arrojarnos contra el suelo. Tenemos a Dios con nosotros, no podemos menos que adorarlo y robustecer el ejercicio de la fe viva.
Es tiempo de oración y preparación para evangelizar, es tiempo de acción de gracias y de meditación de los sagrados misterios que nos fueron dados en la fe. A pocos días de Pentecostés, cultivemos el espíritu viviendo como verdaderos cristianos y obremos la caridad y misericordia auténticas que evangelizan y atraen, como Cristo atrajo a tantos hombres del mundo, nuevas almas que serán luego nuestros hermanos para siempre.