miércoles, 15 de febrero de 2017

miércoles VI del T.O.

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Marcos
                                                                          Mc. 8, 22-26

Cuando Jesús y sus discípulos, llegaron a Betsaida, le trajeron un ciego a Jesús y le rogaban que lo tocara. Él tomó al ciego de la mano y lo condujo a las afueras del pueblo. Después de ponerle saliva en los ojos e imponerle las manos, Jesús le preguntó: “¿Ves algo?”. El ciego, que comenzaba a ver, le respondió: “Veo hombres, como si fueran árboles que caminan”. Jesús le puso nuevamente las manos sobre los ojos, y el hombre recuperó la vista. Así quedó sano y veía todo con claridad. Jesús lo mandó a su casa, diciéndole. “Ni siquiera entres en el pueblo”.
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El Evangelio hoy nos habla de la curación milagrosa del ciego, a quien Jesús puso sus manos para sanarlo. Ante este pasaje del Nuevo Testamento nos planteamos entonces cómo estamos nosotros; ¿acaso estaremos sanos?, ¿acaso ciegos?. ¿No tenemos más bien que ser perfectos en la constancia y constantes en la perfección?, me refiero a que no debemos dejar de tener esperanza cristiana ni con respecto a nosotros mismos ni con respecto a terceros; por otro lado siempre, y en todo lugar debemos permanecer fieles al Señor y nunca dejar de asirnos o volver a asirnos a su Divina Voluntad, que es en primer lugar que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. La perfección consiste sobre todo en una trilogía del concepto de "amor", es decir, el amor a Dios, el amor a uno mismo y el amor a los semejantes (el prójimo). Por eso, señalar nuestra ceguera, o posible ceguera, no tiene más sentido que el de advertencia, pero no constituye por sí mismo la sanación, la cura, la salud. La salud viene de un camino, pero no de cualquier camino, viene del Camino que conduce a Dios, el mismo que nos enseñó Cristo, que continuaron los Apóstoles y los obispos hasta este instante inclusive. Ir a la iglesia, al templo, no nos hace ni más despiertos ni más santos por el solo hecho de asistir físicamente (o en casos especiales y aprobados por la Iglesia, de manera espiritual). Muchas veces solemos hacer, por desgano, por negligencia, por tristeza, por causa mayor, etc, las cosas automáticamente, sin detenerse en el momento a vivirlo plenamente. Estoy hablando de ir a Misa, de oír al padre, de vivir la caridad entre los mortales, de vivir coherentemente y siempre la fe que profesamos con la boca. Esto es un obstáculo para el crecimiento cristiano, y para ser concisos es una manera de apagar, desactivar, olvidar y sepultar paulatinamente o de golpe nuestro espíritu, ya que no hay vida sin comunión.
Todas las cuestiones de moral cristiana y ética eclesiástica (en las que el que escribe está constantemente creciendo), la dejo para reflexión de los lectores, poque no pretendo escribir un tratado, aunque voy a señalar uno que tiene ya su tiempo y son fruto bueno del campo del Señor: el Catecismo de la Iglesia Católica.
La ceguera de nuestros días es abundante, pero ante la Luz del Señor desaparece como desapareció de los ojos del ciego del Evangelio. Hoy tenemos muchos que maltratan al prójimo en las circunstancias y ámbitos más variados, ¡y muchos son cristianos!. Hay quienes reniegan del Papa, del cura, del monje, de la monja, de... ¡y no ven la viga en su propio ojo!. ¡Ojo!, no es que hagamos burla de los que se comportan con poca caridad, sino que tratamos de crecer y enseñar a crecer en Cristo explicando por qué sí tal cosa y por qué nó tal otra. Afuera y adentro de la Iglesia (pero no tan dentro), hay personas que se comportan como si lo exterior fuera lo más importante, lo que de verdad vale. Pero sabemos que es en el orden espiritual donde hace efecto primero la Palabra de Dios, y luego se traslada a nuestros actos coordinados por el Espíritu Santo en tanto sean del Espíritu y no del mundo. Hay quienes reniegan de la Misa, ya sea que piensen que es inútil o bien que crean que es indispensable pero no saben compartir. Para unos y otros, bien dice una y otra vez el Señor, como en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, "Misericordia quiero, y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos". Esto es sencillamente que ante todo, debe permanecer la caridad, y no la formalidad del obrar humano; esta norma vale tanto para lo que es profano, como para lo que es sagrado. En el oficio de lectura de hoy, tanto los consagrados como los laicos que podemos rezamos la segunda lecura, un fragmento de la "Doctrina de los doce", de tiempos cercanos al de los Apóstoles. En ella se nos habla acerca de la Eucaristía, y es notorio cómo difiere el modo antiguo de celebrar la Eucaristía (o la Misa; tiene cierta sinonimia) del modo como se celebraba antes del Concilio Vaticano II, e incluso después de este Concilio Ecuménico. Sin embargo muchos se aferran a una forma exterior olvidando por completo el poder de Dios y la efectividad de Cristo. Mientras tanto hay quienesrechazan la Eucaristía desconociendo el Evangelio, o, mejor dicho, queriendo desconocerlo. Están ellos ciegos; nosotros ¿estamos ciegos?. Si la ceguera de la que hablamos ocurre en nuestro espíritu, que el espíritu comience a ver paulatinamente la Verdad en las manos de la Verdad, pero si la ceguera es física, sepan esas personas que Dios les dio más que la vista, les dio su Amor eterno, y un lugar junto a Él desde esta vida y para siempre. Si se es ciego en el cuerpo, que se abran los ojos del alma, Dios es amor.