+ Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan
Jn. 13, 31-33a. 34-35
Durante la última cena, después que Judas salió, Jesús dijo: Ahora el Hijo del hombre a sido glorificado y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. en esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros.
__________________________
"Dios es amor" nos dice Juan hoy. El discípulo amado nos habla del amor de Dios relatando lo que pasó en la última cena después del lavatorio de los pies cuando Cristo da su mandatum. En el capítulo trece de este Evangelio el amor es un tema marcado ya en el primer versículo que dice al final "Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin"; así comienza luego la narración del lavatorio de los pies y la exhortación de Cristo a los doce que apunta a seguir sus pasos e imitarlo en la humildad y el servicio. Advierte también el Señor que uno de ellos lo iba a entregar, aunque los once restantes no comprenden bien esto, y así Judas sale del recinto y se dispone a entregar a Jesús mientras Él le habla a los once como leemos en el pasaje que la liturgia nos señala hoy.
Podemos describir lo que hemos escuchado en la liturgia de la Palabra como el día eterno y consumado en que Dios expresa su amor acabada y definitivamente. Ya por la mañana rezábamos en el oficio de lectura, en el libro del Apocalipsis, cómo sería finalmente derrotada la Babilonia del mundo y cómo el juicio sería triunfante en manos del Cordero con el coro de los santos alabándolo y la Iglesia vestida de blanco en consonancia con el gran día que señala San Máximo de Turín, esta fue nuestra primera aurora por la mañana de este domingo, antes de llegar a escuchar "el día" en la liturgia de la Palabra. El texto dice al final "Éstas son palabras verdaderas de Dios. Entonces me postré a sus pies [los pies del ángel] para adorarlo, pero él me dice: No, cuidado; yo soy un siervo como tú y como tus hermanos que mantienen el testimonio de Jesús. A Dios tienes que adorar. El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía". La idea es clave: la revelación de Dios está escrita y sus testigos son los que la enseñan, pero ningún servidor es más grande que su Señor. El Señor es el único a quien hay que adorar, los que lo enseñan, estén en la jerarquía que estén, son hermanos y creaturas y deben lavarse los pies unos a otros siguiendo a Cristo en humildad y servicio y amando como Él nos ama. La clave para el cristiano está en ese Amor que propone Cristo: Él mismo, que es camino verdad y vida y que se da al hombre para llevarlo al día sin ocaso. Este amor nuevo, que es la ley mayor escrita en el corazón de cada fiel, propone no sólo amar a Dios por sobre todas las cosas, sino también amar al prójimo como se ama el propio yo, sabiendo que entre nosotros no hay ningún mayor soberano, el soberano es el Amor, sabiendo que entre nosotros debe reinar la fraternidad si es que somos discípulos del Señor. Este amor que enseña de forma velada el pasaje del Apocalipsis del oficio de lectura casualmente entre juan y un ángel, ese amor que no se tiene por más sino que es humilde, servidor y fiel hasta el dolor, cuyo ejemplo mayor es la Santísima Virgen María enseña que ni el prójimo es inferior ni uno mismo es menos que los demás, porque la salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios y nosotros somos siervos como vos, amado ángel, y esto es claro en la voz del Altísimo que nos dice "Alabad al Señor, sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y grandes". Pequeños y grandes..., los que tienen mayor o menor capacidad de pelear en esta guerra actual que nos atormenta: la lucha contra el mal y el pecado propio y personal.
Sabemos que por obra del Espíritu Santo se abren las puertas del cielo: La virgen Madre da a luz al Señor que nos redime y la historia de la salvación culmina con la Resurrección de Cristo, la cual es, según el santo obispo turinés, vida para los difuntos, perdón para los pecadores y gloria para los santos. Vida para los difuntos, porque resucitarán con él para el gran día; perdón para los pecadores, porque los que estaban en tinieblas pueden, arrepentidos, acceder a Él y su gracia vale más que la vida; gloria para los santos porque ellos no serán defraudados, y su Rey triunfará en la eternidad perfecta ese día sin fin.
También encontramos, en la segunda lectura de este domingo quinto de Pascua, un Juan Apóstol que ve un cielo nuevo y una tierra nueva y señala que el mar ya no existe más. La Ciudad santa, la nueva Jerusalén desciende del cielo y viene de Dios embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo. Dios se dirige a los hombres justos y les enseña su morada entre ellos, diciendo que Él estará con ellos que serán su pueblo y que Él mismo será Dios con ellos. El mar desaparece aludiendo a que ya no hay más diluvio ni bautismo: los que negaron a Dios son destinados a la ruina y los que lo dieron testimonio de Él son ahora herederos del nuevo Reino eterno. Ya no hay más necesidad de separar el trigo de la cizaña ni de regenerar en la pila bautismal a los hijos adoptivos de Dios, porque ese día marca el final de las antiguas sombras y el inicio de la luz perfecta e imperecedera que pasa a ser todo en todos. "Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó. Y el que estaba sentado en el trono dijo: Yo hago nuevas todas las cosas". Estos últimos versículos de la segunda lectura me llama la atención: vemos a Dios como un padre secando las lágrimas de sus hijos, la imagen que me viene a la mente es la de Dios con un pequeño niño humano que lloraba pero que ahora es consolado en los brazos de su Padre mientras el mismo Dios le dice con amor "ya pasó"; es una imagen de ternura hermosa en la que el Señor demuestra nuevamente el gran amor que nos tiene y que nos reitera cuando dice "Yo hago nuevas todas las cosas", enseñando que somos por Él creaturas nuevas desde el bautismo pero con un cuerpo nuevo, glorificado y vestido de lino blanco; así el hombre vuelve a estar junto a Dios como en un principio cuando fue creado, gozando de su santa presencia eternamente.
ámense los unos a los otros..., palabras que bien llevaba en su mente Santo Domingo de Guzmán y que con tanto celo procuró cumplir con ese deseo y puesta en práctica incansable de que todas las almas se salven, según lo atestiguan sus contemporáneos y las actas de canonización, y esto por poner un ejemplo tangible del mandatum en las manos de los santos, ejemplos hay tantos como santos en los cielos. el amor de Dios está ante nosotros, y en nosotros, pero no en todos; el amor de Dios nos exhorta y nos mueve más allá de las fronteras de nosotros mismos, debemos obrar. Amar a Dios es proponerse cada día seguir sus pasos, obrar según su voluntad, pero, como dice el mismo Apóstol, "el que dice: 'amo a Dios', y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?", y cuando vea a Dios cara a cara, a quien siempre todo ve, ¿podrá decir que lo ha amado?..., entonces el Señor dirá: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo". Es por esto que debemos amarnos los unos a los otros como hermanos y no alabar al prójimo como más digno ni idealizarlo un dios para exigirle superioridad desde un estrado, cuando bien sabemos que todo hombre es barro y aún nuestro bautismo y crismación los llevamos en vasijas de barro (mas como dice San Agustín: "si se encogen las vasijas de barro, amplíense los espacios del amor"). No, debemos guardar el justo amor entre nosotros como enseña el ángel a Juan. Y para enseñar el Amor a los hombres, y glorificarlo por su amor hacia el género humano que será devuelto a su presencia para verlo tal cual es, obremos según el Espíritu tomando el ejemplo de Pablo y Bernabé que "confortaron a sus discípulos y los exhortaron a perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios". Así diremos unidos junto al salmista: "mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme. Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía; despertad, cítara y arpa; despertaré a la aurora"; aunque pasemos a veces días amargos sumergidos en lagos de sombras, la luz en nuestro núcleo nos hará emerger cuando luchemos mientras alabamos al Señor, nuestra fuerza, con cánticos inspirados, vigilantes con Él en Getsemaní, despiertos y siempre rezando, en acción de gracias para despertar esa aurora que tanto esperamos y que será el triunfo consumado de nuestro Dios. El día está cerca, "la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan". "El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo".
Verán el rostro del Señor, y tendrán su nombre en la frente.
Y no habrá más noche, y no necesitarán luz de lámpara ni de sol,
porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos.