A continuación les propongo la lectura del acta de martirio de las santas y los santos, la cual fue atribuída a Tertuliano, pero no hay pruebas que demuestren su autoría.
“Fueron
detenidos los adolescentes catecúmenos Revocato y Felicidad, ésta
compañera suya de servidumbre; Saturnino y Secúndulo, y entre ellos
también Vibia Perpetua, de noble nacimiento, instruida en las artes
liberales, legítimamente casada, que tenía padre, madre y dos
hermanos, uno de éstos catecúmeno como ella, y un niño pequeñito
al que alimentaba ella misma. Contaba unos veintidós años. A partir
de aquí, ella misma narró punto por punto todo el orden de su
martirio (y yo lo reproduzco, tal como lo dejó escrito de su mano y
propio sentimiento).
“Cuando
todavía -dice- nos hallábamos entre nuestros perseguidores, como mi
padre deseara ardientemente hacerme apostatar con sus palabras y,
llevado de su cariño, no cejara en su empeño de derribarme:
-
Padre –le dije-, ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que está ahí
en el suelo, una orza o cualquier otro?
-
Lo veo –me respondió. - ¿Acaso puede dársele otro nombre que el
que tiene? - No.
-
Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy:
cristiana. […]
De
allí a unos días, se corrió el rumor de que íbamos a ser
interrogados. Vino también de la ciudad mi padre, consumido de pena,
se acercó a mí con la intención de derribarme y me dijo:
-
Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si
es que merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con
estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si te he
preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los
hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre y a tu tía materna;
mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivir. Depón tus ánimos,
no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar
libremente, si a ti te pasa algo.
Así
hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me besaba las
manos, se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre lágrimas, no ya su
hija, sino su señora. Y yo estaba transida de dolor por el caso de
mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de
alegrarse de mi martirio. Y traté de animarlo, diciéndole:
-
Allá en el estrado sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber
que no estamos puestos en nuestro poder sino en el de Dios. Y se
retiró de mi lado, sumido en la tristeza.
Otro
día, mientras estábamos comiendo, se nos arrebató súbitamente
para ser interrogados, y llegamos al foro o plaza pública.
Inmediatamente se corrió la voz por los alrededores de la plaza, y
se congregó una muchedumbre inmensa. Subimos al estrado.
Interrogados todos los demás, confesaron su fe. Por fin me llegó a
mí también el turno. Y de pronto apareció mi padre con mi hijito
en los brazos, y me arrancó del estrado, suplicándome:
-
Compadécete del niño chiquito. Y el procurador Hilariano, que había
recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar
del difunto procónsul Minucio Timiniano:
-
Ten consideración – dijo- a las canas de tu padre; ten
consideración a la tierna edad del niño. Sacrifica por la salud de
los emperadores.
Y
yo respondí: - No sacrifico.
-
Luego ¿eres cristiana?
-
Sí, soy cristiana.
Y
como mi padre se mantenía firme en su intento de derribarme,
Hilariano dio orden de que se lo echara de allí, y aun le golpearon.
Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran
apaleado. Así me dolí también por su infortunada vejez.
[…]
Luego, al cabo de unos días, Pudente, soldado lugarteniente, oficial
de la cárcel, empezó a tenernos gran consideración, por entender
que había en nosotros una gran virtud. Y así, admitía a muchos que
venían a vernos con el fin de aliviarnos los unos a los otros. Mas
cuando se aproximó el día del espectáculo, entró mi padre a
verme, consumido de pena, y empezó a mesarse su barba, a arrojarse
por tierra, pegar su faz en el polvo, maldecir de sus años y decir
palabras tales, que podían conmover la creación entera. Yo me dolía
de su infortunada vejez.
[…]
En cuanto a Felicidad, también a ella le fue otorgada gracia del
Señor, del modo que vamos a decir: Como se hallaba en el octavo mes
de su embarazo (pues fue detenida encinta), estando inminente el día
del espectáculo, se hallaba sumida en gran tristeza, temiendo se
había de diferir su suplicio por razón de su embarazo (pues la ley
veda ejecutar a las mujeres embarazadas), y tuviera que verter luego
su sangre, santa e inocente, entre los demás criminales. Lo mismo
que ella, sus compañeros de martirio estaban profundamente afligidos
de pensar que habían de dejar atrás a tan excelente compañera,
como caminante solitaria por el camino de la común esperanza.
Juntando, pues, en uno los gemidos de todos, hicieron oración al
Señor tres días antes del espectáculo. Terminada la oración,
sobrecogieron inmediatamente a Felicidad los dolores del parto. Y
como ella sintiera el dolor, según puede suponerse, de la dificultad
de un parto trabajoso de octavo mes, díjole uno de los oficiales de
la prisión:
-
Tú que así te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a
las fieras, que despreciaste cuando no quisiste sacrificar?
Y
ella respondió: - Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; mas
allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues también yo he
de padecer por Él. Y así dio a luz una niña, que una de las
hermanas crió como hija.
[…]
Como el tribuno los tratara con demasiada dureza, pues temía, por
insinuaciones de hombres vanos, no se le fugaran de la cárcel por
arte de no sabemos qué mágicos encantamientos, se encaró con él
Perpetua y le dijo:
-
¿Cómo es que no nos permites alivio alguno, siendo como somos reos
nobilísimos, es decir, nada menos que del César, que hemos de
combatir en su natalicio? ¿O no es gloria tuya que nos presentemos
ante él con mejores carnes? El tribuno sintió miedo y vergüenza, y
así dio orden de que se los tratara más humanamente, de suerte que
se autorizó a entrar en la cárcel a los hermanos de ella y a los
demás, y que se aliviaran mutuamente; más que más, ya que el mismo
Pudente había abrazado la fe.
[…]
Mas contra las mujeres preparó el diablo una vaca bravísima,
comprada expresamente contra la costumbre. Así, pues, despojadas de
sus ropas y envueltas en redes, eran llevadas al espectáculo. El
pueblo sintió horror al contemplar a la una, joven delicada, y a la
otra, que acababa de dar a luz. Las retiraron, pues y las vistieron
con unas túnicas. La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, y
cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la
túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del
pudor que del dolor. Luego, requerida una aguja, se ató los
dispersos cabellos, pues no era decente que una mártir sufriera con
la cabellera esparcida, para no dar apariencia de luto en el momento
de su gloria. Así compuesta, se levantó, y como viera a Felicidad
tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la levantó. Ambas
juntas se sostuvieron en pie, y, vencida la dureza del pueblo, fueron
llevadas a la puerta Sanavivaria. Allí, recibida por cierto Rústico,
a la sazón catecúmeno, íntimo suyo, como si despertara de un sueño
(tan absorta en el Espíritu había estado), empezó a mirar en torno
suyo, y con estupor de todos, dijo:
-
¿Cuándo nos echan esa vaca que dicen? Y como le dijeran que ya se
la habían echado, no quiso creerlo hasta que reconoció en su cuerpo
y vestido las señales de la acometida. Luego mandó llamar a su
hermano, también catecúmeno, y le dirigió estas palabras:
-
Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os
escandalicéis de nuestros sufrimientos.
[…]
Mas como el pueblo reclamó que salieran al medio del anfiteatro para
juntar sus ojos, compañeros del homicidio, con la espada que había
de atravesar sus cuerpos, ellos espontáneamente se levantaron y se
trasladaron donde el pueblo quería. Antes se besaron unos a otros, a
fin de consumar el martirio con el rito solemne de la paz. Todos,
inmóviles y en silencio, se dejaron atravesar por el hierro; pero
señaladamente Sáturo (que era quien los había introducido en la fe
y que se había entregado voluntariamente al conocer su
encarcelamiento para compartir así su suerte), como fue el primero
en subir la escalera y en su cúspide estuvo esperando a Perpetua,
fue también el primero en rendir su espíritu. En cuanto a ésta,
para que gustara algo de dolor, dio un grito al sentirse punzada
entre los huesos. Entonces ella misma llevó a su garganta la diestra
errante del gladiador novicio. Tal vez mujer tan excelsa no hubiera
podido ser muerta de otro modo, como quien era temida del espíritu
inmundo, si ella no hubiera querido. ¡Oh fortísimos y beatísimos
mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro
Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece, honra y adora, debe
ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los
antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las
nuevas virtudes atestigüen que es uno solo y siempre el mismo
Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y
a su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad
sin medida por los siglos de los siglos. Amén.”
(BAC,
D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 419-440)