domingo, 8 de marzo de 2020

Domingo II de cuaresma

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo
                                                                         Mt. 17, 1-9

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.
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Este segundo domingo de cuaresma el Señor nos reanima en la fe con su transfiguración. Mientras recorremos el camino, algo cansados quizá, en espera del gran día que dará paso a nuestra feliz estancia, se oye resonar en nuestras propias realidades ese "escúchenlo".
Estos tiempos en que la vida es tan acechada desde el vientre materno hasta las lágrimas maternas que claman al cielo el homicidio de una hija o de un hijo, estos tiempos en que los varones atropellan con vileza la vida propia y ajena y "es propio de la mujer tomarse la vida en serio" (S.S. Francisco). Estos mismos tiempos son los que la penitencia cuaresmal eleva con manos cristianas en súplica y oración a nuestro Padre Mayor. Como sabemos, la fe es don y alimento de vida y por esto debemos ser constantes en nuestra familiaridad con Dios, en nuestra comunidad, en Iglesia. Contemplar el rostro de Cristo es también estar atentos al prójimo con mirada, corazón y disposición humanas, porque el Evangelio no hace acepción de personas. Somos, a la vez, creyentes y comunicadores de la fe; elegidos para la gracia y el vínculo fraternal que nos distingue en la verdad desde los comienzos, en las persecuciones. Sabemos que los dolores y sufrimientos no fueron apartados del mismo Jesús, quien en el evangelio de hoy resplandece como el sol. Por eso debemos, para cumplir con el mandato de Cristo ("anuncien la Buena Noticia a toda la creación", Mc. 16, 15), enseñar a cumplir todo lo que Él nos ha mandado (Mt. 28, 20). Enseñar es compartir lo que enseña propiamente el Maestro en las Escrituras y en la doctrina de los obispos, como, por ejemplo, en las palabras de un santo obispo de Roma, San Juan Pablo Magno.
Dice el Señor: "El discípulo no es más que el maestro ni el servidor más que su dueño" (Mt. 10, 24) y en otra parte "Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes" (Jn. 13, 15). Y conocemos la Misericordia del Señor, como así también su Misión salvífica. Por lo que no hay excusas para un "fariseo del templo", sino esperanza para un buen samaritano y un amigo (Lc. 10, 29-37). Es este el modo de hacer presente el Evangelio en el mundo sin olvidar la Trinidad, su inmensidad e inhabitación; su omnipotencia. La fe no se comunica de dicción, sino de ejemplo y acompañamiento, porque no es raro llevar con valentía y en grado cristiano la cruz del horror. Este es día de no estar tristes, porque nada escapa a los ojos de Dios, porque "todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús" (Rom. 3, 23-24; itálicas del autor del artículo). ¿Nunca predicaste aquello que no practicaste?, ¿es más importante el premio que la intención?. Lo importante no es llegar al éxtasis religioso, lo importante es entrar en religiosa oración; no es mejor decir el rito que ser humano con las personas, y ser auténtico humano no obsta para ser cristiano en comunión. El premio de los cristianos no tiene nubes ni estrellas, sino una herida que espera la conversión de espíritu y razón. Lo importante para el cristiano es el camino, porque El Camino es el Señor.
A un lado y al otro de Cristo, que resplandece, están Moisés y Elías, la ley y los profetas, lo viejo y lo nuevo, un camino, una vida y el culmen de perfección. Es un lugar agradable para estar, pero no todavía sin antes bajar la montaña para llevar a todos a Dios.