jueves, 12 de septiembre de 2019

jueves XXIII del tiempo ordinario

+Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas
                                                                        Lc. 6, 27-36

Jesús dijo a sus discípulos: Yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemi­gos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica. Dale a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Hagan por los demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes. Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tie­nen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman. Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo mis­mo. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagrade­cidos y los malos. Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es miseri­cordioso.
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Continuando con la corrección fraterna vemos cómo hoy Jesús nos llama al amor de nuestros enemigos, por lo cual es debido ayudar al prójimo en este difícil camino que requiere de una profunda comprensión de la caridad como virtud teologal para poder poner en práctica lo de "poner la otra mejilla". Dice San Pablo, en la primera lectura para la liturgia de este día, "Que la Palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza. Instrúyanse en la verdadera sabiduría, corrigiéndose los unos a los otros". Es claro que esta corrección supone de la Palabra "en" nosotros, la cual nos enseña que es ley máxima el amor, la caridad, por lo que es también entendible lo que el mismo santo nos señala al afirmar "[...] El conocimiento llena de orgullo, mientras que el amor edifica".
Siendo imagen de Dios y coherederos de Cristo tenemos la responsabilidad de llevar el Evangelio en nuestras vidas hacia el otro, hacia todos. Así como Dios perdona los pecados de su pueblo y con misericordia vuelve a ser un amigo cuando el pecador se arrepiente de corazón, de la misma manera debemos tener en menos los males de los demás, a fin de que la misericordia por el que está lejos del Señor lo llame con el ejemplo y sirva instrumentalmente a su conversión. En el mismo sentido, el oficio de lectura de hoy nos presenta a Dios "castigando" y "sanando" la herida en la misión que encomienda al profeta Oseas. También el salmo 99 dice al respecto "Tú eras para ellos un Dios de perdón y un Dios vengador de sus maldades". Pero Dios no puede hacer el mal, ya que esta es una contradicción; El Señor es justo y amonesta a los que se doblan para corregir el camino y evitar así un mal peor para el hombre. De manera similar debemos, los cristianos, corregir al prójimo no con tono de juez, sino con caridad de hermano y edificando al otro con sabiduría y humildad. Tal es así que el apóstol de los gentiles afirmó "Pero tengan cuidado que el uso de esta libertad no sea ocasión de caída para el débil. Si alguien te ve [...] a la mesa en un templo pagano, ¿no se sentirá autorizado [...] a comer lo que ha sido sacrificado a los ídolos?" y más adelante dice que este obrar, la omisión y consecuente pérdida del "débil", es pecar contra Cristo. Para que quede bien claro, omitir la corrección es consentir el abismo que al otro que está en pecado separa de Dios.
El amor a los enemigos tiene el mismo fin que la corrección fraterna: conducir al otro a Dios, evangelizar; para el cristiano que ama esto es habitual y constituye su camino de santidad común a la cual estamos llamados todos. Pero Jesús nos dice "hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman". Y esto es absurdo para la lógica del mundo, pero perfectamente razonable para el plan de Dios, en el cual el cristiano, como hijo, está incluído. Veamos entonces en qué consiste esa caridad que es la principal virtud teologal que hoy se nos señala para poder cumplir la voluntad divina. Me permito transcribir y compartir con ustedes un fragmento del comentario al salmo 83 que hiciera hace casi un milenio san Bruno, el padre de la Orden Cartujana: "Esta dicha —llegar a los atrios del Señor— nadie puede alcanzarla por sus propias fuerzas, aunque posea ya la esperanza, la fe y el amor; únicamente la logra el hombre dichoso que encuentra en ti su fuerza, y con ella dispone su corazón para que llegue a esta suprema felicidad, que es lo mismo que decir: únicamente alcanza esta suprema dicha aquel que, después de ejercitarse en las diversas virtudes y buenas obras, recibe además el auxilio de la gracia divina; pues por sí mismo nadie puede llegar a esta suprema felicidad, como lo afirma el mismo Señor: Nadie ha subido al cielo -se entiende por sí mismo-, sino el Hijo del hombre que está en el cielo" La caridad de la que hablamos tiene que alimentarse de Dios con un corazón dispuesto y tomar al Señor como su propia fuerza abandonándose en su camino para ejercitar el espíritu que es donde mora la Santísima Trinidad en tanto haya comunión sacramental y voluntad cristiana. El auxilio viene de Él, que nos sa sabiduría para caminar según su ley de amor. El salmo que este santo comenta continúa diciendo "al pasar por el valle árido, lo convierten en un oasis; [...] ellos avanzan con vigor siempre creciente hasta contemplar a Dios en Sión". Esto significa para el cristiano que el que busca a Dios supera el "árido valle" de las penas actuales y las dificultades (entre las que se pueden contar las afrentas de los que nos odian) y convierte su entorno en un lugar verde, donde crece y hace crecer, porque las aflicciones no están para quedarse sino para que tomemos con ellas el entrenamiento necesario para ser verdaderos hijos "avanzando con vigor siempre creciente" (la constancia en la fe) hasta llegar a Dios que es nuestra felicidad. El desierto es árido, pero Dios nos concede las gracias necesarias para peregrinar sin desfallecer, Algunos pasan desiertos de enfermedad; otros, de aflicción por la incomprensión de los demás... Tomemos del desierto la oportunidad para cultivar la vida en la fe.
Pero para especificar concretamente qué es esta caridad comovirtud teologal a la que Cristo nos llama atender en el Evangelio debemos aclarar que no es el mero amor al otro por amistad, sino la virtud de amar por Dios y en Dios toda la creación, inclusive el propio ser. No es una práctica, sino un don, un regalo de Dios que nos lo da en el bautismo y en el sacramento de la reconciliación (de allí la importancia de estar en gracia siempre; recuérdese que el mismo Jesús señaló la caridad como la principal ley y así lo enseñó San Pablo, quien fue amado por Cristo a pesar de su persecución). Es distinto caridad de simple amor afectivo, pero es también rara la operación de la voluntad que dirigida por la caridad no siente con corazón de carne sino con uno de piedra... esto es precisamente el nudo gordiano de la cuestión cuando de amar al "enemigo" se trata. La caridad nos hace querer, incluso a quien nos es adverso, por amor a Dios, queriendo su bien máximo, queriendo su conversión y su conocimiento del Señor, como lo expresan innumerables santos y, entre ellos, mártires de la Santa Iglesia.
Cuando hablamos de corrección fraterna, entonces, hablamos de caridad al servicio del hermano, el cual puede significar para nosotros, muchas veces, un enemigo, pero nunca "el enemigo", ya que la enemistad de un hermano no es circunstancia de amenaza, sino de prueba, y la prueba se supera teniendo firme constancia en el camino del Señor pidiendo su fuerza, viviendo las virtudes teologales, en especial la caridad y poniendo a trabajar la sabiduria que recibimos desde nuestra confirmación (sabiduría como don del Espíritu Santo). "Entonces —dice Cristo— la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagrade­cidos y los malos. Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es miseri­cordioso". Amén.