domingo, 31 de marzo de 2013

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor


+ Evangelio de Nuestro señor Jesucristo según San Juan
                                                                                                                                                    Jn. 20, 1-9

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro Discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro Discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro Discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro Discípulo, que había llegado antes al sepulcro: Él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos.

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Hoy celebramos la más grande Solemnidad y el máximo misterio de la fe cristiana: la Resurrección de Jesucristo. Como pasa con la Natividad, esta Solemnidad tiene una octava, es decir, ocho días que se celebran como uno solo, como si fuera un día de ocho días para festejar este Misterio de Fe tan grande que nos llama a vivir en gracia y nos mueve a la conversión. Comenzamos el Tiempo Pascual; el sepulcro está vacío, Dios ha destruído la muerte venciendo sobre ella; Él, que es la Vida, nos quiere junto a sí para siempre desde aquel glorioso domingo de Pascua y nos dice a cada uno de nosotros, y en particular a vos: "Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. [...] Levántate, vayámonos de aquí."(segunda lectura del oficio de lectura del Sábado Santo). Este Domingo (Dominicus dies) de Pascua quiere ser un primer día de sol naciente para cada uno de nosotros. En el corazón de los cristianos debe haber con sobrada razón paz y gozo espiritual, y firme proposición de conversión al Señor. Por eso quiero dejar una reflexión en el lector este día: El Amor vino al mundo en forma humana, encarnándose en el vientre bendito de la Virgen Madre, padeció desde un principio el límite de un cuerpo y la condición humana para luego sufrir más tarde el dolor en ese cuerpo y en esa alma que no podía desconocer el lamento de una Madre Dolorosa. Cristo padeció la tortura más cruda que jamás haya existido y que jamás existirá, porque también la idea del corazón endurecido de Israel, una Jerusalén distante de Él, que es Dios, y una humanidad tan dura como la piedra, hacen que sus lágrimas conmuevan a cualquier persona humana que se detiene en la escena de la entrada mesiánica que se celebra el domingo de ramos entendiendo la amargura que somos para Él cada vez que pecamos. El pecado es parte  de la humanidad caída, lamentablemente, pero la tarea de todo buen hijo en Cristo es caminar en la conversión, no bajar los brazos jamás y mejorar cada día. Pero no solo eso: mejorar cada día en valores y principios morales no nos hace buenos cristianos, ni siquiera nos hace cristianos aunque seamos hombres de buena voluntad. Hoy sabemos y nos sabemos rescatados de las garras del infierno: y, de nuevo, Cristo nos ganó para el Cielo eterno. Pero en el bautismo nos hacemos hijos de Dios..., por Cristo, por su Cruz, muerte y Resurrección; así debemos pensar que fuimos comprados a precio muy alto, como dice el Apóstol y caminar agradecidos entregándonos a Él en una vida que quiere ser santificada para ser admitida a lo más profundo de la Vida un día. Día que, por esas cosas del designio divino, no es el último, en realidad, sino el primero, el primero y el eterno..., porque nuestro Paso será como esta Pascua del Señor, ya que Él es el Camino y nosotros somos sarmientos suyos.
Muchos son los obstáculos por los cuales caemos, pero, en esto coincidimos seguro: la gracia del Señor es más fuerte y más constante (aún en espera), que el propio pecado. Para aquel que ama a Dios, el pecado pasa, pero no la religión. La reconciliación sacramental nos ayuda de una manera admirablemente maravillosa: estamos renovándonos continuamente en gracia, estamos, por así decirlo, revalidando nuestro derecho al Cielo, nuestro derecho a ser de Cristo. Entonces, si tenemos a nuestro alcance la clave y el Verbo, ¡¿cómo no vamos a optar cambiar y ser mejores hijos?!. De estar junto a Él vinimos, y a estar junto a Él nos dirijimos, no porque elijamos ir y venir como cuando decidimos hacer el mal, sino porque Él nos ama y quiere tenernos consigo. Pero para esto debemos santificarnos, es decir, caminar depurándonos en las obras y el corazón; y todo por amor.
Nunca voy a entender acabadamente esa Voluntad hermosa que Dios tiene si no es en la fe: Dios es Amor y nos ama. Asomémeonos al sepulcro donde la misma muerte fue destruída, como Juan, pero entremos, luego, con la fe en aquel que nos ama y nos ha hecho amigos librándonos de las cadenas, siguiendo a Pedro, es decir caminando tras los pasos de fe y verdad de la Iglesia; así también veremos y creeremos lo que creyeron nuestros padres, que dieron también su sangre, como Cristo, por la fe verdadera. Y aunque todavía no comprendamos y veamos como en un espejo, confusamente, algún día veremos al Señor cara a cara, y entonces entenderemos la verdad como la conoce el Creador, y los misterios rutilarán en nuestra frente con el sello del Señor. Pero ahora, levantémonos, y caminemos, con Fe, con Esperanza y con AMOR.

martes, 19 de marzo de 2013

Solemnidad de San José, esposo de la Santísima Virgen María


+ Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo
                                                                                                                                    Mt. 1, 16. 18-21. 24a

Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo.
Este fue el origen de Jesucristo: María, su Madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados". Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado.
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Oh San José, cuya protección es tan grande, tan poderosa y eficaz ante el trono de Dios. En vuestras manos entrego todos mis intereses y mis deseos. Oh San José, asistidme con vuestra poderosa intercesión. Obtened para mí, de vuestro Divino Hijo, Nuestro Señor, todas las bendiciones espirituales que necesito. A fin de que, habiendo conseguido, aquí en la tierra, la ayuda de vuestro poder celestial, pueda ofrecer mi gratitud y homenaje, al Padre más amoroso. Oh San José, nunca me cansaré de contemplaros con el Niño Jesús dormido en vuestros brazos. No me atrevo a acercarme mientras que el Niño reposa sobre vuestro corazón. Abrazadle fuertemente en mi nombre; y de parte mía, besad su fina y delicada cabecita. Luego, suplicadle que me devuelva ese beso a la hora de mi último suspiro. San José, patrón de los moribundos, rogad por nosotros. Amén.


En la Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María, damos gracias a Dios ante todo por el Papa Francisco, señalado por el Espíritu Santo hace seis días para suceder a Benedicto XVI en la Cátedra de San Pedro Apóstol. Este día recordamos vivamente al gran Patriarca como protector de la Sagrada Familia y de la Iglesia Santa, que es la familia mística de Dios. Le pedimos amar más y ser mayores devotos de la Santísima Virgen, Madre de Dios y que podamos ser buenos hermanos en Cristo nuestro Señor.
Hoy, el Papa, en su homilía de inicio del pontificado, habló de San José como custodio de la Iglesia y custodio del Señor en su infancia y adolescencia. Nos exhortó a no temer la bondad y la ternura, señalando que no son signos de debilidad, sino de fortaleza. Afirmó que Dios no quiere una casa construída por el hombre, sino la fidelidad a su Palabra y a su Designio y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. El mensaje es claro, nos toca a nosotros, los hijos de Dios escuchar a Cristo en el corazón de su Vicario y obrar la Voluntad del Señor. 
Por la fe José aceptó con obediencia el designio del Señor y la bendición de ser padre adoptivo del Hijo de Dios; avisado por el angel en sueños del nacimiento de Cristo, creyó, y protegiendo a la Virgen Madre y al Niño Dios en su seno se encaminó lejos de la amenaza del asesino para que el que es la Vida nazca hecho hombre del vientre virginal de María y de la Vida a la humanidad. Custodiando la fe de los Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, y en el linaje de David, de la tribu de Leví, fue elegido para cuidar al Mesías de la Promesa encarnado en pobreza máxima, hecho hombre siendo Dios. Es la custodia que nos pide el Santo Padre: custodiar a Cristo para poder custodiar a nuestros hermanos, y custodiarnos nosotros mismos para abrirse a los demás. es decir, debemos custodiar a Cristo en nosotros, comulgar el cuerpo del Señor con corazón cristiano y vivir la fe desde lo profundo de nuestras almas sirviendo al Señor desde el corazón, porque, como dice S.S. Francisco, "sólo el que sirve con amor sabe custodiar". Eso es lo que debemos construir: no lo exterior de una casa, o un templo de piedra magníficamente labrada, sino un corazón de fuego, labrado en el amor del Amor, cuyo lema sea la humildad y la Misericordia, virtudes que el nuevo Sumo Pontífice ya señala a la Iglesia para su peregrinar en este año de la fe. La humildad de San José es quizá más marcada que la de la Santísima Virgen, sin desmerecer la gloria de la Madre de Dios. Nótese que el esposo de la Virgen Madre aparece casi en silencio absoluto en las Sagradas Escrituras aunque la piedad cristiana siempre lo ha tenido como protector y hombre santo después de Ella. Esa humildad y silencio me recuerda la figura de Santo Domingo de Guzmán, nuestro padre, que, aún sin haber dejado escritos, y a pesar de haber sido casi abandonado en un principio por sus propios hijos después de su muerte, es una estrella refulgente como el sol al cual un Papa señaló, como es el caso de San José, que fue nombrado Patrono de la Iglesia por el Papa Pío IX.
San José es signo de Fe y obediencia, intercesor y custodio de la Iglesia. Con fe y obediencia obró al servicio de Dios y su poder de intercesión es tan grande como su humildad, por esto mismo debemos entender las palabras de Francisco, el Papa-Sol, que nos dice claramente: "nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio", y el servicio debe ser siempre iluminado y construido en el amor, amor a Dios y al prójimo por Dios.

jueves, 7 de marzo de 2013

Santas Felicidad y Perpetua Mártires

Un 7 de marzo como hoy dos mujeres cristianas del norte de áfrica eran coronadas mártires en los cielos y santificadas por su testimonio de fe. Era el año 203 de la era cristiana. Perpetua, una joven casada, y Felicidad, su esclava, junto a Revocato, esclava compañera de Felidicad; Saturnino, Segundo y Sáturo, bajo la persecución de Séptimo Severo daban su sangre por Cristo y se sumaban a la larga lista de los mártires cristianos de los primeros siglos que con el último y más precioso testimonio de fe defendieron la Comunión de los Santos vivificándola con sus propias vidas. La historia transcurre en la antigua Cartago; el emperador había decretado duras penas para los súbditos que se convirtieran al cristianismo, y entre los primeros cristianos estaban las santas cuya memoria celebramos hoy. Antes de ser llevadas a prisión fueron bautizados los catecúmenos. Y una vez en reclusión Perpetua enfrentó la oscuridad del calabozo, la opresión, el llanto de su hijito y las penas más agudas de una familia destruída por los tiranos romanos: su padre, pagano, la inducía a apostatar; su madre cristiana fue a visitarla a la cárcel, no sin mucha dificultad, ya que estaba prohibida la visita a los prisioneros, y en los últimos momentos intentó consolar a su hija y a su nieto, al cual tomó en brazos, sabiendo que estaba próxima la muerte de Perpetua. La madre crió al bebé hasta su sentencia final y luego el niño fue regresado a su familia, bajo el cuidado de los abuelos.
A continuación les propongo la lectura del acta de martirio de las santas y los santos, la cual fue atribuída a Tertuliano, pero no hay pruebas que demuestren su autoría.


“Fueron detenidos los adolescentes catecúmenos Revocato y Felicidad, ésta compañera suya de servidumbre; Saturnino y Secúndulo, y entre ellos también Vibia Perpetua, de noble nacimiento, instruida en las artes liberales, legítimamente casada, que tenía padre, madre y dos hermanos, uno de éstos catecúmeno como ella, y un niño pequeñito al que alimentaba ella misma. Contaba unos veintidós años. A partir de aquí, ella misma narró punto por punto todo el orden de su martirio (y yo lo reproduzco, tal como lo dejó escrito de su mano y propio sentimiento).
“Cuando todavía -dice- nos hallábamos entre nuestros perseguidores, como mi padre deseara ardientemente hacerme apostatar con sus palabras y, llevado de su cariño, no cejara en su empeño de derribarme:
- Padre –le dije-, ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que está ahí en el suelo, una orza o cualquier otro?
- Lo veo –me respondió. - ¿Acaso puede dársele otro nombre que el que tiene? - No.
- Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: cristiana. […]
De allí a unos días, se corrió el rumor de que íbamos a ser interrogados. Vino también de la ciudad mi padre, consumido de pena, se acercó a mí con la intención de derribarme y me dijo:
- Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si es que merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre y a tu tía materna; mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivir. Depón tus ánimos, no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar libremente, si a ti te pasa algo.
Así hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me besaba las manos, se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y yo estaba transida de dolor por el caso de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio. Y traté de animarlo, diciéndole:
- Allá en el estrado sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que no estamos puestos en nuestro poder sino en el de Dios. Y se retiró de mi lado, sumido en la tristeza.
Otro día, mientras estábamos comiendo, se nos arrebató súbitamente para ser interrogados, y llegamos al foro o plaza pública. Inmediatamente se corrió la voz por los alrededores de la plaza, y se congregó una muchedumbre inmensa. Subimos al estrado. Interrogados todos los demás, confesaron su fe. Por fin me llegó a mí también el turno. Y de pronto apareció mi padre con mi hijito en los brazos, y me arrancó del estrado, suplicándome:
- Compadécete del niño chiquito. Y el procurador Hilariano, que había recibido a la sazón el ius gladii o poder de vida y muerte, en lugar del difunto procónsul Minucio Timiniano:
- Ten consideración – dijo- a las canas de tu padre; ten consideración a la tierna edad del niño. Sacrifica por la salud de los emperadores.
Y yo respondí: - No sacrifico.
- Luego ¿eres cristiana?
- Sí, soy cristiana.
Y como mi padre se mantenía firme en su intento de derribarme, Hilariano dio orden de que se lo echara de allí, y aun le golpearon. Yo sentí los golpes de mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado. Así me dolí también por su infortunada vejez.
[…] Luego, al cabo de unos días, Pudente, soldado lugarteniente, oficial de la cárcel, empezó a tenernos gran consideración, por entender que había en nosotros una gran virtud. Y así, admitía a muchos que venían a vernos con el fin de aliviarnos los unos a los otros. Mas cuando se aproximó el día del espectáculo, entró mi padre a verme, consumido de pena, y empezó a mesarse su barba, a arrojarse por tierra, pegar su faz en el polvo, maldecir de sus años y decir palabras tales, que podían conmover la creación entera. Yo me dolía de su infortunada vejez.
[…] En cuanto a Felicidad, también a ella le fue otorgada gracia del Señor, del modo que vamos a decir: Como se hallaba en el octavo mes de su embarazo (pues fue detenida encinta), estando inminente el día del espectáculo, se hallaba sumida en gran tristeza, temiendo se había de diferir su suplicio por razón de su embarazo (pues la ley veda ejecutar a las mujeres embarazadas), y tuviera que verter luego su sangre, santa e inocente, entre los demás criminales. Lo mismo que ella, sus compañeros de martirio estaban profundamente afligidos de pensar que habían de dejar atrás a tan excelente compañera, como caminante solitaria por el camino de la común esperanza. Juntando, pues, en uno los gemidos de todos, hicieron oración al Señor tres días antes del espectáculo. Terminada la oración, sobrecogieron inmediatamente a Felicidad los dolores del parto. Y como ella sintiera el dolor, según puede suponerse, de la dificultad de un parto trabajoso de octavo mes, díjole uno de los oficiales de la prisión:
- Tú que así te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando no quisiste sacrificar?
Y ella respondió: - Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; mas allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues también yo he de padecer por Él. Y así dio a luz una niña, que una de las hermanas crió como hija.
[…] Como el tribuno los tratara con demasiada dureza, pues temía, por insinuaciones de hombres vanos, no se le fugaran de la cárcel por arte de no sabemos qué mágicos encantamientos, se encaró con él Perpetua y le dijo:
- ¿Cómo es que no nos permites alivio alguno, siendo como somos reos nobilísimos, es decir, nada menos que del César, que hemos de combatir en su natalicio? ¿O no es gloria tuya que nos presentemos ante él con mejores carnes? El tribuno sintió miedo y vergüenza, y así dio orden de que se los tratara más humanamente, de suerte que se autorizó a entrar en la cárcel a los hermanos de ella y a los demás, y que se aliviaran mutuamente; más que más, ya que el mismo Pudente había abrazado la fe.
[…] Mas contra las mujeres preparó el diablo una vaca bravísima, comprada expresamente contra la costumbre. Así, pues, despojadas de sus ropas y envueltas en redes, eran llevadas al espectáculo. El pueblo sintió horror al contemplar a la una, joven delicada, y a la otra, que acababa de dar a luz. Las retiraron, pues y las vistieron con unas túnicas. La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, y cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del pudor que del dolor. Luego, requerida una aguja, se ató los dispersos cabellos, pues no era decente que una mártir sufriera con la cabellera esparcida, para no dar apariencia de luto en el momento de su gloria. Así compuesta, se levantó, y como viera a Felicidad tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la levantó. Ambas juntas se sostuvieron en pie, y, vencida la dureza del pueblo, fueron llevadas a la puerta Sanavivaria. Allí, recibida por cierto Rústico, a la sazón catecúmeno, íntimo suyo, como si despertara de un sueño (tan absorta en el Espíritu había estado), empezó a mirar en torno suyo, y con estupor de todos, dijo:
- ¿Cuándo nos echan esa vaca que dicen? Y como le dijeran que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que reconoció en su cuerpo y vestido las señales de la acometida. Luego mandó llamar a su hermano, también catecúmeno, y le dirigió estas palabras:
- Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros sufrimientos.
[…] Mas como el pueblo reclamó que salieran al medio del anfiteatro para juntar sus ojos, compañeros del homicidio, con la espada que había de atravesar sus cuerpos, ellos espontáneamente se levantaron y se trasladaron donde el pueblo quería. Antes se besaron unos a otros, a fin de consumar el martirio con el rito solemne de la paz. Todos, inmóviles y en silencio, se dejaron atravesar por el hierro; pero señaladamente Sáturo (que era quien los había introducido en la fe y que se había entregado voluntariamente al conocer su encarcelamiento para compartir así su suerte), como fue el primero en subir la escalera y en su cúspide estuvo esperando a Perpetua, fue también el primero en rendir su espíritu. En cuanto a ésta, para que gustara algo de dolor, dio un grito al sentirse punzada entre los huesos. Entonces ella misma llevó a su garganta la diestra errante del gladiador novicio. Tal vez mujer tan excelsa no hubiera podido ser muerta de otro modo, como quien era temida del espíritu inmundo, si ella no hubiera querido. ¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece, honra y adora, debe ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes atestigüen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén.”
(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 419-440)